viernes, 26 de mayo de 2023

Como los acróbatas, dando saltos mágicos, solos en Moscú

La Vida es una Colección de Recuerdos,
como una Colección de Estampillas Postales

Cada vez que hablo de mis estudios en la Rusia Soviética me da algo de vergüenza, quisiera decir que fui aplicado, que me desvelaba todas las noches, que me llevaban al bote y al meado, pero no fue así, siempre me la llevé al suave y nunca recurrí a la copia, aunque debo admitir que en una única ocasión lo intenté y que, simplemente, no pude, pero esa es otra historia.

En 1977, cuando cursaba el primer año de secundaria, el día en que el profesor Ramón Barrera nos daba la primera clase de álgebra, descubrí que su explicación era suficiente para mí, que había memorizado todo mientras él hablaba y escribía en el pizarrón, pero, más importante aún fue el hecho de que todo me resultó de fácil comprensión.

Es por eso que, sólo en una ocasión en mi vida tomé en mis manos el famoso libro Algebra Baldor y fue seis años después, en la semana en que preparaba mi examen de admisión a la Universidad de Nacional de Ingeniería, en enero de 1983. Algo similar pasó con la química pero no con la física porque las circunstancias se confabularon para que no recibiéramos clases de física en secundaria, la física la fui a descubrir en la Rusia Soviética.

Yo no soy un genio, ni nada por el estilo, pero nací con la habilidad de aprender y comprender sin realizar mucho esfuerzo. Sin embargo, no tenía conciencia de ello, ya que pensaba que con mis compañeros de secundaria pasaba igual.

Es por eso que, durante la secundaria tuve tiempo para muchas actividades extracurriculares: clubes de ajedrez, tenis con el hermano Huici, tardes deportivas en el colegio, clases de música en el colegio, prácticas en la banda de guerra, clases de guitarra clásica española en mi casa, clases de inglés avanzado, círculos literarios en la UNAN-León y, finalmente, fiestas y viajes a las discotecas los viernes, sábados y con relativa frecuencia hasta los domingos. Una agenda totalmente llena.

Nunca me destaqué en ninguna de esas actividades extracurriculares, siempre había alguien mejor que yo en ajedrez, en tenis, en los deportes, en música, en la banda, en la guitarra, en inglés, en literatura y, por supuesto, siempre había alguien mejor que yo en matemáticas. Todo eso se prestó para que yo no notara nada fuera de lo común. Pero hay algo que hasta mucho tiempo después pude observar, sucede que todos los bróderes que me acompañaban en esas actividades no eran los mismos, cada grupo estaba conformado por diferentes chavalos, es decir que, aparentemente, sólo yo tenía el tiempo suficiente para participar en todas esas actividades al mismo tiempo.

Todos daban por sentado que mis estudios universitarios los haría en las Ciudad de los Vientos, es más, a finales de 1982 hubo serias conversaciones en mi familia sobre ese asunto. En principio yo no me oponía, sin embargo, yo quería probar suerte por mi propia cuenta y fue así que, al mismo tiempo, solicité una beca, para estudiar en Alemania, al Consejo Nacional de Estudios Superiores (CNES). En ese momento tomé la decisión de que me iría a estudiar con lo primero que ocurriera, ya sea el viaje a Chicago o la beca a Alemania. El cupo de Alemania era muy limitado y el CNES me ofreció estudios en la Rusia Soviética. Yo acepté.

En secundaria mi rendimiento académico fue siempre arriba de 95. No estudiaba, pero aprendía. En la Rusia Soviética si tuve que estudiar, pero aún así, mi intensa vida extracurricular ocupaba buena parte de mi tiempo.

Cuarta Estampilla - Moscú, Moscú, como los acróbatas, dando saltos mágicos, solos en Moscú – (George Dann)

No era la primera vez iba a viajar, durante mi infancia había recorrido uno que otro estado de la Unión Americana y toda Centroamérica. A pesar de que los recursos familiares eran considerablemente modestos, no era el primer miembro de mi familia en realizar sus estudios universitarios fuera de Nicaragua, ni siquiera era el primero en estudiar en Europa. Es por eso que, en vez de sentir dudas o temor, yo me sentía con toda la confianza del mundo.

Mis padres no me alentaron, pero tampoco se opusieron. Cuando se corrió la noticia, dentro de nuestro círculo de amistades, muchos amigos de la familia me advirtieron que iba a un país gris, sombrío, a un país sumergido en la miseria, en donde las mujeres eran tan feas que hasta bigotes tenían, a un país de donde la gente huía porque no había libertad, un país de gente pleitista.

Además de eso, varios chinandeganos, que se habían regresado de Rusia en menos de un año, visitaron y advirtieron a mis padres, quienes sin dudar me dijeron que, si algo similar me ocurría, pues que no lo pensara dos veces, que me regresara a Nicaragua de inmediato, que no tenía por qué ir a un país tan lejano a sufrir.

Sin embargo, en mí no había temor alguno, ¿qué podía ser peor que las barracas de los campamentos algodoneros?, ¿qué las literas de los paileros de los ingenios azucareros?, ¿qué la intemperie en las movilizaciones de los batallones de reserva?

En otras palabras, desde el punto vista material ya había estado en circunstancias bastante más que incómodas, sólo quedaba por superar el aspecto emocional, la lejanía, la soledad, las diferencias culturales y las clases.

Mi objetivo era estudiar y aprovechar las vacaciones de verano para conocer Europa Occidental, simple y sencillo. Era el sueño dorado de aquellos que pertenecían a los grupos literarios que yo alterné - viajar por el Viejo Mundo - ¡Montmartre! - ¡The Big Ben! - ¡La Fontana di Trevi! - ¡El Museo del Prado! - ¡Louvre! - ¡Versailles! - ¡El Alhambra! - ¡La Sistina! - ¡Das kaiserlich-königliche Hofopernhaus! - ¡Vivre la vie de bohème!

Es así que, un lunes 14 de agosto de 1983, el propio día en que en Chinandega se festeja La Gritería Chiquita, abordé un avión de Aeroflot con rumbo a Moscú.

Mientras volaba, me iba diciendo - “va a ser como un sueño, te vas a quedar dormido como Rip Van Winkle y, dentro de seis años, te vas a despertar, con un diploma de ingeniero en las manos y vas a estar sentado en este mismo asiento de regreso a Nicaragua”. Veinte horas demoró el viaje y durante esas veinte horas, a modo de mantra, me repetía esa frase una y otra vez - “sólo son seis años, te vas a dormir y te vas a despertar en este mismo asiento y con tu diploma en las manos”.

Debido a todas las advertencias que recibí, mis expectativas sobre la Rusia Soviética no eran muy grandes y, al aterrizar en Moscú, me dije … “no importa que tan feo y que tan malo sea este país, lo vas a soportar todo y sólo vas regresar a Nicaragua con un diploma en la mano”.

Fuimos recibidos más que cordialmente por dos simpáticas traductoras, quienes nos guiaron hasta los buses que nos llevarían a nuestro albergue. A pesar de ello, la primera noche en Moscú no fue para nada halagadora, ya que, de entrada, tuvo lugar el primer encontronazo cultural cuando tuve que ir a defecar por primera vez.

La taza del retrete era la tradicional, de blanca porcelana, pero los costados de las tazas estaban rematados con dos muritos de concreto que hacía imposible sentarse en ellas. No tenían el aspecto de higiene al que yo, como buen pequeño burgués que era, estaba acostumbrado. Los típicos azulejos de colores pastel que se suelen usar para crear la ilusión de limpieza no se observaban por ningún lado, todo el acabado era un repello de cemento gris oscuro, la porcelana de la taza tenía adherida rastros del óxido que el agua arrastraba a través de la vieja tubería. No había malos olores, pero había demasiada humedad. No había la típica sensación de limpìeza que uno espera ver en los servicios higiénicos. Así que, estuve varios minutos observando al sanitario, tratando de encontrar la manera de poder defecar, no quería sentarme, era obvio que hacerlo iba en contra de todas las reglas de higiene.

Entonces pasó un conserje, el buen hombre, al observar mi dilema, se detuvo, se subió a uno de los muritos, se dio vuelta, colocó un pie en un muro y el otro en el segundo, después se puso en cuclillas y de esa manera me mostró como usar el bendito retrete. Se bajó como quien baja una escala eléctrica, sacó un periódico de no sé dónde, arrancó una página, la arrugó y me la entregó.

Ya con la ayuda visual que recibí, procedí a defecar por primera vez en la Rusia Soviética, con tan mala puntería que toda la taza quedó embadurnada con mis heces. Me limpié, aun de pie sobre los muros, me subí los pantalones y, para “desmontar”, hice un pequeño acto de acrobacia porque tuve que dar un saltito para evitar que mis pantalones se llenaran de excremento.

Me sentía culpable por todo el reguero que había causado y no sabía que hacer, finalmente me resigné, bajé la palanca como diciendo que todo había salido bien y salí. El conserje estaba afuera, no muy lejos, cortésmente esperó a que yo saliera y, mientras me lavaba las manos, tomó una manguera y lavó el desastre que yo había provocado.

Era obvio que yo no era el único aborigen incivilizado que no sabía usar un retrete y que la labor del buen hombre era, en esos días, la de enseñarnos y, de paso, lavar nuestras inmundicias.

A eso de las seis de la tarde nos llegaron a buscar para ir a cenar. Caminamos cerca de tres cuadras hasta llegar al stolovaya (comedor) del Hotel Universidad. Era un bufete bastante grande, con abundante y variada comida, varios tipos de ensaladas, vegetales, panes y tortas. Esa noche no quise experimentar nada que no me resultara en apariencia comestible. Me serví puré de papas, albóndigas de carne, una ensalada simple, un jamón que se miraba bastante bien, unos cuantos bollitos de pan y, de postre, tres gruesas rebanadas de torta de chocolate.

Nuestra traductora me preguntó, señalándome el jamón y las tortas de chocolate, si estaba seguro de lo que estaba escogiendo, yo le respondí que sí, que todo se miraba apetitoso. Pues bien, el jamón no era jamón, sino que finas rebanadas salmón crudo y, las tortas de chocolate, no eran otra cosa que pan negro, el cual se caracteriza por su agrio sabor. Mi paladar no estaba preparado para digerir esas viandas y las dejé en la mesa. Con el tiempo, no sólo me acostumbré, sino que además aprendí a apreciar tanto el salmón, como el pan negro.

A eso de las siete de la noche llegó Luis Alvarez, un paisano de Chinandega que ya tenía uno o dos años de estar estudiando en Moscú, se sorprendió al verme, en mi natal Chinandega, a los estudiantes de mi generación del Colegio San Luis Beltrán, debido a nuestro origen pequeño burgués, nos llamaban “Chicos Plásticos”, en alusión a la canción Plástico, de Rubén Blades. Me imagino que Luis nunca esperó que uno de los Plásticos del San Luis llegara a Moscú.

Nos conocíamos de cara, pero no éramos amigos. Me puso al tanto del mercado negro de dólares y me preguntó si había traído algunos conmigo, a lo que yo le respondí que había llegado sólo con diez dólares, me propuso que se los vendiera al 3 x 1 y, para convencerme, me advirtió que siempre había la probabilidad de que mi primer estipendio me lo entregaran con cierto retraso y que inevitablemente me vería en la necesidad de venderlos.

Por ser un paisano, por conocerlo de cara, porque su argumento me pareció válido y porque no tenía razón alguna para sospechar de algún tipo de mala intención de su parte, accedí. Fue un buen trato, recibí lo que habría recibido en cualquier lugar y de cualquier intermediario. Era un buen inicio, una forma de romper el hielo y de empezar a hacer nuevas amistades. Al finalizar la transacción se ofreció para darme, al día siguiente, una pequeña excursión por Moscú.

A la mañana siguiente llegó Luis con Judith, su esposa, también chinandegana, y me hicieron un recorrido por el Metro de Moscú, llegamos a la Plaza Roja. En ese momento me vino a la mente mi papito.

Mi papá había sido un profesor de historia, geografía y ciencias sociales y, en sus clases, solía describir sitios lejanos y le hacía creer a sus alumnos que él los había visitado. Sus descripciones eran tan vivas que todos daban por sentado que tales viajes si habían tenido lugar. Me vino a la mente mi papá porque en una ocasión, antes de la revolución, un estudiante me detuvo en la calle y me preguntó si yo había acompañado a mi papá en la excursión por la Plaza Roja de Moscú. Yo me reí en mis adentros y le dije que no, que en esa ocasión yo no lo había acompañado.

Después Luis y Judith me hicieron un pequeño recorrido y me mostraron los edificios aledaños, entonces Luis me dijo - “y ese es el edificio más grande del mundo” - estaba algo nublado, yo esperaba ver salir de entre las nubes, una silueta similar al Sears Tower de Chicago. Cuando él notó que yo hurgaba el horizonte sonriendo continuó - “ahí queda la KGB, desde ahí se ve todo el mundo”.

Lo primero que se me vino a la mente fue la famosa frase orwelliana de - “El Gran Hermano te Vigila” - He de decirles desde ya que, en los seis años que viví en la Rusia Soviética nunca me sentí vigilado, nunca me sentí perseguido, nunca me sentí controlado y, si la KGB lo hacía, pues he de rendirles el crédito porque supieron hacer muy bien su trabajo ya que nunca percibí una cola tras de mí. La Libertad es un asunto de percepción y, desde mi perspectiva, he de decir que nunca he sido tan libre como lo fui en esos seis años que viví en la Rusia Soviética. Fue así porque nadie me pedía cuentas, yo no tenía que dar a nadie explicación alguna sobre lo que hacía, o no hacía, con mi vida.

Almorzamos en una pelmennaya, una suerte de establecimiento de comida rápida que sólo ofrece pelmeny y el bouillon que se obtiene de ellos. Los pelmeny se parecen a los wontón chinos y a los raviolis italianos. Es una comida rusa de origen asiático, posiblemente introducida por las hordas de Gengis Kan. A pesar de ser condimentados únicamente con sal y pimienta negra, tienen un exquisito sabor muy específico que desde un inicio me cautivó. Más tarde aprendería a prepararlos y, aún ahora, de vez en cuando y de cuando en vez, lleno de nostalgia cocino pelmeny. De más está decir que desde entonces mantengo amistad con Luis y Judith.

En el transcurso de tres días fuimos visitados por al menos una docena de estudiantes nicaragüenses, los temas de conversación fueron los mismos y al final siempre terminaban preguntando sobre los estudios que iba a realizar, a lo cual respondía - ingeniería química. Entonces me explicaban que uno de los principales destinos de los estudiantes de ingeniería química era Bakú, la capital de Azerbaiyán, porque es uno de los mayores productores de petróleo y, al terminar, antes de marcharse, me decían - "no dejés que te manden a Bakú, si eso ocurre, mejor andate de regreso a Nicaragua". Azerbaiyán es una república con una muy arraigada tradición musulmana y, al parecer, la xenofobia era un componente muy significativo de su idiosincrasia. Bueno, eventualmente recibí la comunicación de que me habían designado para estudiar en la Facultad Preparatoria del Instituto Tecnológico de Vorónezh. 

Después de la cena se apareció en mi cuarto el poeta Santiago Molina Rothschuh, él no me conocía, ni yo a él, pero en los círculos literarios de la UNAN-León me hablaron bien de él y de que había la probabilidad de que me lo encontrara en Rusia.

Lo saludé, él de inmediato notó que había llegado con una máquina de escribir y me preguntó la razón de ello, entonces le conté de mis inquietudes y mis conversaciones con Lizandro Chávez Alfaro, de las tertulias en la UNAN-León con Alejandro, el Negro Bravo, entonces se llenó de energía y se soltó - “Es horrible, todo es idéntico, las esculturas, los murales, las pinturas, las canciones, es como si todo fuera fabricado por una máquina o por un robot, es horrible, ya te vas a dar cuenta” - calló por un instante y luego inquirió - “¿Trajiste Flor de Caña?” - saqué una botella de las dos que llevé y, al verla, me preguntó - “¿Cuánto querés por ella? - a lo que yo le respondí - “es suya, poeta” - sus ojos brillaron de alegría - “¿me la puedo llevar?”- yo asentí y entonces él continuó - “en Vorónezh vas a conocer a un chileno, todo un personaje, se llama Mayo, te vas a llevar bien con él” - “¿y cómo lo reconozco?” - le pregunté - “Es igualito al Cristo de la Procesión de la Burrita del Domingo de Ramos” - entonces tomó la Flor de Caña y se marchó. No he vuelto a ver en mi vida al poeta Molina, pero he leído una que otra cosa de lo que ha publicado en los últimos años.

La verdad de las cosas es que, en lo que concierne a las bellas artes de la Rusia Soviética, si había un marco idiológico que limitaba la temática y el estilo, pero dentro de ese marco conceptual era fácil distinguir, la talentosa excelencia, de la ordinaria mediocridad.

A la noche siguiente abordé el tren que me llevaría a la ciudad de Vorónezh. Por esas cosas de la vida, los chinandeganos que advirtieron a mis padres de que ir a estudiar a Rusia no era una buena idea, se habían regresado casualmente de Vorónezh y no concluyeron siquiera la preparatoria. Pero eso lo supe hasta seis años después, cuando regresé a Nicaragua.

Ya de regreso a mi aldea natal, Chinandega, todos me contaban los pormenores de sus vivencias compartidas, fue así que supe que en mi pueblo la vida había seguido su curso y que lo había hecho a pesar de mi ausencia. En verdad que me sentí como Rip Van Winkle y que me acababa de despertar de un profundo sueño, el cual se había prolongado por seis maravillosos años.

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