(a María Mijáilovna — mi profesora de Ruso)
La Vida es una Colección de Recuerdos
como una Colección de Estampillas Postales
Supe de Solzhenitsyn a través de los estantes y de los lectores que en los años 70’s visitaban asiduamente Librería Funcional, la librería de mis padres. Ningún título se quedó grabado en mi mente, sólo el apellido — Solzhenitsyn.
Con relativa frecuencia solía tomar de la librería uno que otro libro, y sí, no lo voy a negar, también leía los entonces infaltables penecas de DC Comics. En ambos casos, tenía que tratar la “mercancía” con suma delicadeza, ya que, al terminar la lectura, los libros tenían que lucir como nuevos para así poder después venderlos. Esa es una de las causas del por qué no tengo biblioteca, porque tenía que colocarlos nuevamente en su lugar, en los estantes de la Librería Funcional.
Los paquines los leía los domingos, todos de una sola sentada, justo después del viaje sabatino que mis padres hacían a Managua con el fin de reabastecer la librería.
En las vacaciones es cuando solía leer de 3 a 4 libros al mes, bueno, eso es lo que hacía hasta antes de que mis amigos “oportunamente me corrompieran”.
No leí a Solzhenitsyn porque sus libros eran muy voluminosos y me hubiera resultado imposible preservar su buen estado, sin embargo, su apellido se me quedó firmemente grabado en la mente, me pareció, más que exótico — sofisticado.
Cuando obtuve la beca para estudiar en la Rusia Soviética, muchas personas me advirtieron — “vas a un país lleno de peligros, con gentes malvadas, un país esclavizado, donde no hay libertad”.
En aquellos días, debido a las limitaciones tecnológicas propias de la época, la propaganda política en contra de la Rusia Soviética era relativamente poca, podría decir que, en comparación con los medios de propaganda de la actualidad, era, para efectos prácticos, inexistente, y se limitaba a decir que era un país de esclavos y de ateos comunistas, así que, no descarto que, quienes me alertaban sobre los males que yo padecería en aquel lejano país, hayan leído a Solzhenitsyn, sin embargo, ninguno de ellos lo utilizó como referencia.
Después de un año en la Facultad Preparatoria del Instituto Tecnológico de Voronezh, fui a parar a la Academia Forestal de Leningrado, en la que, como en toda universidad, los estudiantes tenían obligatoriamente que estudiar un idioma extranjero. En mi caso, por ser un estudiante foráneo, tenía que estudiar el ruso.
Mi profesora de ruso se llamaba María Mijáilovna, desconozco su apellido, nunca me lo dijo, nunca se lo pregunté. María Mijáilovna, Masha, para los que fuimos cercanos a ella, tendría en ese entonces unos 30 años, era relativamente chaparra, trigueña, de grandes y vivaces ojos marrones, habitualmente cubría su fino rostro con una buena cantidad de maquillaje, pero con muy buen gusto. Cuando hablaba, su nariz solía moverse levemente de arriba abajo, ese movimiento involuntario, en vez de cómico, me resultó interesante y, de alguna manera, me ayudaba seguir con atención sus explicaciones.
Descubrí que era regordeta por mera casualidad. Sucede que en una única ocasión llegó de jeans y, ¿Qué decir? pues que no pude resistir la masculina tentación de valorar el trasero de mi querida profesora, la cosa es que fue así que pude notar su obesidad. Masha encubría extraordinariamente su gordura porque sabía vestirse inteligentemente, acostumbraba usar holgadas prendas de lana con las que cubría magistralmente su grueso talle, sus atuendos tenían un gran cuello, el cual estaba dispuesto de tal manera que su agraciado rostro terminaba siendo el foco de atención de las miradas, bueno, al menos de la mía. Me imagino que ella misma tejía su ropa, ya que, definitivamente, sus prendas estaban hechas a la medida.
María Mijáilovna era una mujer instruida y, a juzgar por la forma en que estructuró sus clases, diría que era una librepensadora, por ejemplo, las “clases prácticas” debían realizarse en el laboratorio lingofónico, con grabadoras, audífonos, micrófonos y todo mate, pero ella nos advirtió que eran aburridas y nos dio a escoger entre el laboratorio y la vida cultural que ofrecía la ciudad, nosotros escogimos lo último. Una vez a la semana, en vez de encerrarnos en unas cabinas a repetir como loras lo que haya sido lo que estuviera grabado, María Mijailovna nos llevaba a algún museo, al teatro y a cuantos sitios históricos alberga la siempre noble Capital del Norte, la cual, dicho sea de paso, no tiene nada que envidiarle a París o a Roma. Gracias a la Masha aprendí a apreciar el vino y el caviar.
Pero no sólo eso, en vez de dar las tediosas clases de gramática, Masha nos puso a leer a los más prestigiosos autores de la literatura rusa. Nosotros leíamos y en clase comentábamos lo leído, al final de la discusión, ella solía exponer, desde la perspectiva del “espíritu ruso”, aquello que, por ser extranjeros, nosotros no podíamos percibir.
Cuando estábamos ya a finales del tercer y último año de las clases de ruso, María Mijáilovna nos preguntó — "¿Conocen ustedes a algún autor ruso que pudiéramos leer en clase?" — todos callamos, Rusia es un país lejano cuya literatura es conocida, en occidente, sólo por unos pocos intelectuales. La cosa es que, después de casi un minuto de cavilar en silencio, recordé el sofisticado apellido de aquel escritor ruso cuyas obras eran vendidas en Librería Funcional — "¡Solzhenitsyn!... leamos a Solzhenitsyn" — dije yo buscando como ganar unos cuantos puntos extras.
La pobre mujer palideció, empezó a caminar nerviosamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y, durante 45 minutos, trató de explicarme del por qué no nos recomendaba leer a Solzhenitsyn y, para concluir, me dijo — “Además, Solzhenitsyn es aburrido”.
Mi propuesta fue por genuina curiosidad, sabía que Solzhenitsyn era un disidente, que había sido un autor prohibido, pero también sabía que había sido rehabilitado, aunque más tarde fue eclipsado, prohibido tácitamente, es decir que sus libros no fueron quemados ni nada por el estilo, estaban en las bibliotecas, pero nadie los leía. En mi defensa diré que, durante el segundo semestre del primer año, cuando el laboratorio de química orgánica me contrató como asistente de investigador, descubrí que todos mis profesores eran disidentes, así que existía la posibilidad real de leer a Solzhenitsyn como Dios manda - en ruso.
¿Cómo fue que descubrí que mis profesores eran disidentes? Muy simple. Mi jornada de trabajo en el laboratorio empezaba a las 5 de la tarde, después de clases, y terminaba a las 11 de la noche, era durante esas largas jornadas de laboratorio, lejos de la cotidiana algarabía universitaria, en la soledad de la rutina de interminables reacciones químicas, que mis profesores hablaban entre sí, no necesariamente en contra, pero sí sobre asuntos bastante engorrosos de la Rusia Soviética.
Con mis profesores aprendí el concepto de Salario Comparativo, principal causa de sus desavenencias. Ellos comparaban su calidad de vida con la de sus pares europeos, listaban las cosas que sus colegas tenían o hacían y que ellos no podían tener, o hacer. Cosas como autos o como poder viajar por el mundo, entonces era cuando ellos se preguntaban "Si yo hago el mismo trabajo que hacen ellos ¿Por qué no puedo tener las cosas que ellos tienen? ¿Por qué no puedo viajar por el mundo?".
La dispersión de los niveles de disidencia era alta, sin embargo, y a pesar de ello, pude identificar 2 tipos de disidentes.
El Disidente Reformista —el que reconoce que el sistema es imperfecto pero que cree que hay espacio para mejorarlo. Un ejemplo de este tipo de disidente es Mijail Gorbachov.
El Disidente Anti-Sistema — este no sólo reconoce que el sistema es imperfecto, sino que además cree que no hay espacio para mejorarlo y que lo único que queda es cambiar de sistema. Un ejemplo de este tipo de disidente es Boris Yeltsin.
¿Por qué mis profesores hablaban así delante de mí? — Tal vez porque yo pasaba inadvertido, lejano, quizás porque creían que mi dominio del idioma no era tan bueno y que no entendía de lo que hablaban.
De hecho, en mayor o menor grado, todos los ciudadanos de la Rusia Soviética eran disidentes. Esa disidencia se manifestaba de varias maneras — por el ansia por la ropa y moda de Europa Occidental, por el apetito hacia el rock y por la desmesurada pasión por la Trova Furtiva de la Rusia Soviética.
Ambos tipos de música se distribuía clandestinamente y eran escuchadas y apreciadas por todos... por los estudiantes, profesores, miembros del partido, policías y hasta por los agentes de la KGB, y es que hasta los agentes de la KGB eran disidentes.
El principio de la disidencia se basa en el refrán - "Cada Cabeza es un Mundo" - es decir que, cada quien tiene sus necesidades muy particulares, algunas serán objetivas, otras emocionales y hasta las habrán totalmente surrealistas. Como consecuencia de ello, es imposible que sistema alguno las complazca en su totalidad, en otras palabras, las personas siempre tendrán algún tipo de insatisfacción o descontento, es inevitable.
Ahora bien, el ser disidente no convertía a las persona en santos, sí, había personas altruistas y de noble corazón, pero también los había cínicos, corruptos, oportunistas y hasta peligrosos criminales, al fin y al cabo, de todo hay en la viña del Señor.
Pero a la Masha no sólo la hice sufrir con lo de Solzhenitsyn. Sucede que el curso de idioma extranjero terminaba con el tercer año, pero en cuarto y quinto año había una clase exclusiva para los extranjeros y que se llamaba “Pedagogía del Idioma Ruso”, la cual los acreditaría como profesores de ruso. Era una asignatura electiva, es decir que, “en Teoría”, el estudiante extranjero bien podía no llevarla y... y eso fue lo que yo hice.
He de decirles que mi negativa de obtener un diploma que me acreditase como profesor de Idioma Ruso como Lengua Extranjera fue un escándalo. Trataron de convencerme de mil maneras, me explicaban que era una tradición, que un diploma adicional nunca me vendría mal, pero no me podían obligar.
Ahora bien, yo amo al idioma ruso, es un lenguaje que domino muy por encima del promedio de los extranjeros, es más, lo hablaba tan bien que hasta en unas cuantas ocasiones me hice pasar por ruso y, cuando me equivocaba, mis amigos, para no ponerme en evidencia, me decían — "Noich, ¿Qué acaso no sos ruso?" — es más, es la fecha y disfruto de conversar en dicho idioma con mis amigos de Sankt Petersburgo.
La cosa es que, no es que yo estuviera en contra de convertirme en un profesor de ruso, mi negativa era por una cuestión de horario. Como era una clase electiva, tenía lugar en un horario especial, a las 7 de la mañana, eso significaba levantarse a las 5 y media, pero eso es tontera, ¿Saben ustedes lo que es transitar por Sankt Petersburgo a las 6 de la mañana? ¿Durante una noche cuasi polar? ¿A menos veinte y tantos grados centígrados?... Yo sí. Simplemente mi amor por el idioma ruso no llegaba a tanto.
Por otro lado, entre los privilegios que obtuve al trabajar en el laboratorio estaba lo del "Horario Libre", eso me permitía llegar a clases a las 10 de la mañana, después de las matinales conferencias, ese privilegio me lo mantuvieron aun después de que dejara de laborar para la Cátedra de Química Orgánica. Fue así que yo le propuse a la jefa de la Cátedra de Ruso recibir esa clase a las 5 de la tarde, pero ella no aceptó, estaba empecinada en que tenía que ser por la mañana. En ese momento la Masha intervino con una propuesta genial, ella me dijo algo más o menos así — "Noé, tu negativa afecta la relación entre la Academia Forestal y la Casa de la Amistad con los Pueblos … te propongo lo siguiente … quiero que después de clases vayás a las Casas de la Cultura de Leningrado y te presentés en sus conciertos" — yo tocaba la guitarra con bastante decencia y era miembro del grupo musical de los estudiantes nicaragüenses, la cosa es que me pareció una propuesta razonable y acepté — "Te atrapé, ahora sos mío"— me dijo la Masha — "Vas a tener que cantar cuantas veces que yo te lo pida y vas tener que ir a donde yo diga... y no me podés fallar… además, es por el bien de la Academia Forestal"
La cosa es que, durante los 2 últimos años de estudio, me convertí en un improvisado cantante. Soy un barítono natural y, en gran medida, gracias a ello es que mis presentaciones fueron bien recibidas, aun cuando los asistentes no entendieran ni juco de español. Todo resultó tan bien que María Mijáilovna recibió un premio, fue asignada a servir de traductora de una pequeña delegación rusa en un viaje de intercambio cultural por Argelia. Viajar a otros países era el sueño dorado de los Rusos Soviéticos y, gracias a mis presentaciones, la Masha finalmente lo pudo realizar. En la Cátedra de Ruso estaban felices, la Casa de la Amistad con los Pueblos estaba más que satisfecha y yo, durante 2 años, fui un artista semiprofesional que se presentaba en los principales escenarios de la Capital Cultural de Rusia. Les mentiría si les dijera que no me agradaba andar de teatro en teatro.
Las luces y los aplausos inflaman el ego de cualquiera, pero no fue mi caso porque yo siempre estuve consciente de que todo tenía un carácter circunstancial, yo resultaba ser un "artista interesante" porque mi auditorio nunca había tenido contacto alguno con culturas tan lejanas como la nuestra. Lo que más los impresionaba era el movimiento de mis dedos al ejecutar los arpegios de los huapangos, lo cual era novedoso para ellos, sin embargo, yo nunca olvidé que en Nicaragua había personas que cantaban y tocaban la guitarra mil veces mejor que yo, después de todo, en Nicaragua, un huapango lo puede ejecutar hasta el más mediocre de los guitarristas.
Pero volviendo con Solzhenisyn. Debo decir, en honor a la verdad, que la Rusia Soviética que yo conocí era totalmente diferente a la descrita por Alexander Isáevich. Con decir que los rusos fueron extremadamente condescendientes conmigo, a pesar mis pequeños actos de espontánea y juvenil rebeldía.
Por ejemplo. Al final de cada semestre, los estudiantes rusos elaboraban el calendario de exámenes, esos calendarios nunca reflejaron mis intereses y por eso nunca presenté mis exámenes en tiempo y forma. Yo hacía mi propio calendario de exámenes y nunca me aplazaron. Iba a la decanatura y obtenía un “begunok”, un pase que, por causa mayor, le permite a un estudiante dar un examen fuera del horario, el único requisito es que el profesor y el decano estuviesen de acuerdo. El asunto es que, desde el segundo semestre del primer año, gracias a mis labores en el laboratorio de química orgánica, la secretaria del decano me daba los begunki sin mayores contratiempos. La cosa se complicó un poco al finalizar el cuarto año cuando el profesor Bakrinyov, el decano de la Facultad de Tecnología Química, me halló infraganti obteniendo el begunok para mi último examen semestral — "¿Y usted quién se cree que es?... usted no puede hacer lo que se le venga en gana, tiene que cumplir con las reglas como todos" — me dijo mientras su rostro se ponía colorado por el enojo — "Señor, vengo haciendo esto desde primer año" — le respondí al tiempo que le entregaba mi boletín, él lo tomó y lo empezó a revisar y, al ver mis calificaciones, le dijo a la secretaria — "Dele el papel este insolente cabrón".
Mi último acto de rebeldía fue el lunes 5 de junio de 1989, el día de la defensa de mi trabajo de grado.
Me presenté vestido con una preciosa cotona negra que doña Mariana Sanson Argüello bordara con hilos dorados y que me obsequiara doña María Antonia Sotomayor. La cotona era preciosa, basta decir que parecía un traje de luces. Al entrar al salón de la defensa, uno de los miembros del Comité Examinador me dice — "Yo no autorizo su defensa" — esa frase me cayó como un balde de agua fría, en la puerta del hormo se me iba a quemar el pan — "¿Por qué?" — pregunté un poco molesto — "Porque no está vestido apropiadamente, este es un momento solemne, tiene que vestir de traje y corbata, es una falta de respeto" — me dijo el profesor — "Señor, con el debido respeto, yo si estoy vestido apropiadamente, este no sólo es el traje representativo de mi país, sino que además se trata de un traje de gala, no cualquiera en Nicaragua tiene un traje tan elegante como este" — Media hora duró la deliberación, después de la cual el presidente de la Mesa Examinadora me hizo pasar. Cinco minutos me tomó presentar mi caso, me preguntaron durante otros cinco. Ese día, a ese auditorio entró un indio... y salió un ingeniero.
Sí, en comparación con otros estudiantes, los rusos fueron muy condescendientes conmigo, en mi defensa diré que nunca me vi envuelto en algún acto escandaloso y que, modestia aparte, si no fuera por un par de "Satisfactorios", pude haberme hecho de un prestigioso Diploma Rojo, y que conste, un profesor me tentó, sólo tenía que convertir ese par de "Satisfactorios" en "Excelentes", algo que estaba a mi alcance, pero que al final carecía de importancia. Creo que ambas cosas me valieron y que por eso no me expulsaron.
En los 6 años que viví en la Rusia Soviética, nunca sufrí de paranoia, nunca me sentí vigilado, nunca me sentí perseguido. Únicamente en 3 ocasiones percibí que, de alguna manera, había algún tipo de control sobre los estudiantes extranjeros.
La Primera Vez. A mi llegada a la Rusia Soviética, el 15 de agosto de 1983, en Moscú me ubicaron en un albergue estudiantil, a unas 2 cuadras del Hotel Universidad, entonces recibí la visita de mi amigo, Luis Álvarez Molina, chinandegano y que había llegado un año antes que yo. Creo que a Luis nunca le pasó por la mente la posibilidad de encontrarse conmigo en Moscú, pero, como buen paisano patepluma, se encargó de darme un tour por Moscú. Después de recorrer la Plaza Roja me dijo — "Ahora te voy a mostrar el edificio más grande del mundo" — inocentemente empecé a buscar un rascacielos tipo Empire State y Luis, al ver la expresión de mi rostro, se rio — "Es ese, el edificio de la KGB, desde ahí se puede ver todo el mundo" — esto pudo haber sido una broma trivial o una advertencia, no lo sé, pero en ese momento vino a mi mente "1984" de George Orwell.
Siempre he pensado que el delito de Wiston fue habérsele ocultado al Gran Hermano, si él hubiera permanecido a la vista no habría levantado sospechas y no habría sido encarcelado.
La verdad de las cosas es que llegué a la Rusia Soviética en calidad de huésped y, como tal, era mi obligación respetar su estilo de vida y sus valores morales, los cuales, conceptualmente hablando, y a pesar del Poder Soviético, estaban cortados con las tijeras de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Por ejemplo, en las fiestas de la Rusia de tierra adentro, no se bailaba en parejas, sino que en círculos, pero no sólo eso, eran círculos de mujeres y círculos de hombres, separados los unos de los otros. Pero en general, a pesar de una que otra nimiedad, sus costumbres no eran muy diferentes a los de los países occidentales. Al final, como en cualquier lado del mundo, era un asunto de sentido común y nada más.
La Segunda Vez. Estaba yo en tercer año y se dio la siguiente situación. Iba con prisa a una cita y tenía que cruzar la calle para tomar el Metro, verifiqué que no hubiesen policías y me tomé el chance de cruzar cuando el semáforo peatonal estaba en rojo, la cosa es que no había terminado de poner un pie en la acera de enfrente cuando un policía me detuvo, sinceramente, yo no lo vi, si lo hubiera visto habría esperado la luz verde. La multa era irrisoria, 3 Rublos, justo lo que yo andaba, el valor de un almuerzo, si pagaba la multa no iba a comer, entonces me hice pasar por un estudiante extranjero recién llegado y que no hablaba ruso. El oficial me metió al Metro, se acercó a un teléfono público y me preguntó en inglés — "What’s your name?" — y yo de baboso, mecánicamente le respondí — "Noé, Noé Palacios" — entonces marcó un número, recitó un código numérico y dijo mi nombre, segundos después, — "Entonces compañero Noé, usted es un estudiante de tercer año de la Facultad de Tecnología Química de la Academia Forestal de Leningrado, vive en la calle Académico Konstantinov, en el edificio número 6, corpus 2... ¿Y no habla ruso?" — no me puse nervioso, lo peor que me podía pasar era tener que pagar la multa — "Compañero oficial, lo que ocurre es que sólo ando 3 Rublos, son para mi almuerzo y mi estipendio me lo dan hasta la próxima semana" — el policía se echó a reír y me dejó ir, no sin antes hacerme prometer que no lo volvería a hacer. Esa tarde comprendí que, si bien es cierto que no me vigilaban, las autoridades pertinentes tenían pleno control sobre mi estadía a través del sistema de empadronamiento.
El empadronamiento era una herencia del Derecho de Servidumbre de la Rusia Zarista, el cual, entre otras cosas, limitaba la migración poblacional. El siervo sólo podía cambiar de domicilio si el Conde de su Condado lo autorizaba. Pues bien, en la Rusia Soviética sólo podías vivir en una ciudad si estabas debidamente empadronado y eso sólo ocurría si tenías un empleo. Las contrataciones las hacía el estado, en correspondencia con los planes quinquenales, en otras palabras, el estado era el Conde de la Rusia Soviética y sus instituciones eran las que, de facto, decidían el domicilio de cada uno de los soviéticos.
La Tercera Vez. A mi papá lo operaron de cáncer en 1986, la operación fue tan traumática que todo el mundo decía que no iba a durar los 3 años que me hacían falta para graduarme. Entonces reunió 500 dólares, ¿Se imaginan ustedes reunir 500 dólares en la Nicaragua de 1986? Fue un gran sacrificio el que mi familia hizo para que yo pudiera venir a despedirme de mi papá. Acordamos que, independientemente del costo, el dinero me lo iban a enviar legalmente, es decir, a través de los bancos nicaragüenses y del único banco de la Rusia Soviética. Una noche de tantas, en la primavera del 87, se aparece en mi cuarto un “Fartsovshik”, un maleante dedicado al mercado negro — "Noé, me acabo de enterar de que te enviaron 500 dólares a través del banco, tenés que vendérmelos a mí" — yo no le respondí porque aún no sabía que me habían enviado el dinero, transcurrieron 3 semanas hasta el día que recibí un telegrama cerrado y sellado en donde el banco me comunicaba que me habían depositado 500 dólares. Entonces fui donde mi gran amigo, Alexander (Sasha) Timofeev, y le conté lo del dinero y lo del fartsovshik. Los fartsovshiki eran delincuentes y muy peligrosos, entonces acordamos que él me acompañaría al banco, pero no sólo eso, sino que él me compraría el pasaje y que yo, a cambio, le compraría, en Nicaragua, o en Shannon, Irlanda, un equipo de sonido marca Sony con un valor equivalente a los benditos 500 dólares. Fue así que vine a Nicaragua con el dinero de regreso y le compré a Sasha un flamante equipo de sonido Sony, de los que en aquellos días llamaban Minicomponentes.
No puedo aseverar, porque no me consta, pero todos en mi residencia desconfiaban del tal fartsovshik, muchos decían que era de la KGB y que se dedicaba supervisar las transacciones que los estudiantes extranjeros realizaban en el ilegal mercado negro, ¿con qué propósito lo hacía? no lo sé. Sin embargo, a pesar de la cantidad de productos, y del volumen de dinero que circulaba en mi residencia, es oportuno mencionar que nunca supe que hayan arrestado a alguien por hacer negocios en el mercado negro.
Se que muchos quisieran escuchar de mí una historia sombría, traumática, pero debo apegarme a los hechos y, en lo que mí se refiere, mi estadía en la Rusia Soviética fue extraordinariamente agradable, placentera, los rusos fueron, en mi caso, unos magníficos anfitriones. Ir a estudiar a la Rusia Soviética ha sido una de las mejores decisiones de vida que he tomado. Es por eso que no me arrepiento, sino todo lo contrario, le agradezco a Dios por haberme permitido vivir esa excepcional experiencia.
Pero volviendo con María Mijáilovna, en lo que se relaciona a Solzhenitsyn, ella tuvo parcialmente razón.
"El Archipiélago Gulag”, es una obra aburrida, monótona, es el vivo reflejo de la monotonía carcelaria. No tiene la tensión de “Papillón”, de Henri Charrière, ni la extrema angustia de “La Isla de los Hombre Solos”, de José León Sánchez. El único valor que le encuentro al Archipiélago Gulag es el testimonial.
En cambio, la novela, “El Primer Círculo”, es una obra de suspenso que mantiene al lector en vilo. Tiene varios protagonistas, el primero de ellos me recordó al matrimonio compuesto por Ethel y Julius Rosenberg, quienes, en 1953, fueron ejecutados en Nueva York bajo cargos de alta traición. El protagonista en cuestión, le comunica a un diplomático de los Estados Unidos que la Rusia Soviética pretende construir su primera bomba atómica gracias a un inminente trasiego de datos tecnológicos pormenorizados, pero que les avisa porque aún están a tiempo de detener el envío de la vital información. La excusa moral con que el protagonista justifica su traición es la misma que argumentaron los Rosenberg en la vida real - los ideales de justicia social y libertad, eso sí, cada quien desde su perspectiva ideológica y es que, si ponemos algo de atención, fácilmente podemos observar que todas la ideologías, sin excepción alguna, ofrecen justicia social y libertad.
El Primer Círculo no tiene un final feliz, es una tragedia en donde, en pleno Siglo XX, el pecado de los protagonistas fue su lealtad a los valores de La Ilustración. A mí me gustó El Primer Círculo, creo que es posible que María Mijáilovna no lo haya leído, después de todo, en esa época, era una obra cuyas copias, no sólo eran escasas, sino que además se compartían cuasi clandestinamente.
Pues bien, la gran ironía de la vida, con relación a Solzhenitsyn, es que los Estados Unidos no resultó ser el paraíso que él suponía sería. Solzhenitsyn calificó a la sociedad norteamericana como decadente, sin Dios, es por eso que para él, su regreso triunfal a la Rusia post-Soviética fue como volver a nacer emocional y creativamente. Con todo y todo, me atrevo a decir que no se puede conocer la historia de Rusia sin haber leído la vida y obra de Alexander Isáevich Solzhenitsyn.
Sería una imperdonable omisión de mi parte no compartir el siguiente recuerdo. En el verano de1986, en la tercera y última Brigada Estudiantil de Construcción que participé, tuve la oportunidad de laborar en el tendido de una nueva línea férrea que atravesaba la inmensa estepa de Kazajistán, a la par de mi brigada laboraba una de reclusos de régimen abierto, "Químicos" les decían. No habían guardas que los vigilara. Entre las 2 brigadas surgió una tácita competencia, algunas veces ellos avanzaban más rápido que nosotros, en otras ocasiones no. En una ocasión, como muestra de camaradería, compartimos nuestro almuerzo. Nosotros éramos bulliciosos, ellos silenciosos, los fines de semana nosotros íbamos al sauna, ellos no, nosotros éramos estudiantes, ellos eran profesionales, a nosotros nos pagaban, a ellos no. No se nos acercaban, ni nosotros a ellos. Ese fue el único contacto que tuve con el Gulag.
Creo oportuno mencionar que, al igual que Solzhenitsyn, mis amigos rusos llegaron a la conclusión de que ellos habían sobrevalorado al capitalismo, el cual no resultó ser tan benevolente como ellos suponían y es por eso que, ahora añoran, más allá de la nostalgia, una que otra de las peculiaridades, tangibles, morales y emocionales, que la antigua Rusia Soviética les proporcionaba.
Sucede que en el capitalismo, el futuro es incierto, ya que las personas, en buena medida, son víctimas de las consecuencias de las decisiones que toman. En otras palabras, el albedrío es la causa de la incertidumbre que caracteriza al capitalismo.
En cambio, la vida en el socialismo, el que yo conocí, era totalmente predecible. Se caracterizaba por la certeza de que cada persona tendría, comparativamente hablando, una buena educación y una buena atención médica, de que cada persona tendría, mal que bien, una vivienda y un empleo en concordancia con su escolaridad.
Sin embargo, y por muy paradójico que esto les parezca, ninguno de mis amigos rusos desea que las cosas vuelvan a ser como eran en la antigua Rusia Soviética, es decir que, para ellos, vale la pena correr los riesgos implícitos de la incertidumbre capitalista. Después de todo, los potenciales beneficios en la calidad de vida de las personas promedio son proporcionales a los riesgos que cada quien asume.
En lo que a mí respecta, la vida me enseñó que la justicia social no es un regalo que baja del cielo, sino que es una realidad que se construye con el día a día, que el albedrío conlleva una extraordinaria responsabilidad personal y colectiva, responsabilidad que en ocasiones resulta casi imposible de administrar.
Es por eso que, consciente de ello, desde que me gradué de ingeniero, he tratado de vivir mi vida como un individuo común y silvestre, procurando que en mis decisiones no intervengan: ni el ego, ni la envidia y ni la ambición. Quizás por eso vivo al borde de la pobreza, quizás por eso sigo vivo y, mal que bien, duermo tranquilo.
He asumido las consecuencias de mis decisiones y no me arrepiento de nada, absolutamente de nada. Mi condena, o absolución, las dejo en las manos de Dios.
A modo de epitafio
Solzhenitsyn salió del Gulag, pero que el Gulag nunca salió de Solzhenitsyn.
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Temporada de Patos
"si regresamos (del Gulag) significa que viviremos"
autor: Alexander Rozenbaun
Leningrado - Sankt Petersburgo
1986
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Sexta Estampilla – en el País de Solzhenitsyn
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