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Eran casi las cinco de la tarde cuando la patrulla arribó a la prisión preventiva, él iba en la tina, echado al piso, no podía moverse con soltura porque traías sus manos esposadas hacia atrás.
—¡Bájese! —le ordenó el patrullero.
Como pudo se arrastró y rodó hasta que finalmente cayó sobre el pavimento. El dolor que le provocaban los grilletes era de una desmesurada intensidad, las muñecas no le sangraban, pero el filo de las chachas era tal que parecía que le cortarían las manos. Se incorporó con suma dificultad, sin ningún tipo de ayuda, primero se arrodilló, después alzó el pie izquierdo y, dando un pequeño brinco, logró ponerse de pie. Empezó a caminar hacia el despacho, iba encorvado, no por vergüenza, sino porque creía que de esa manera podría aminorar el metálico dolor. Ya frente al mostrador, el oficial de turno le liberó las manos. Instintivamente se frotó las muñecas en busca de alivio, sólo entonces le tomaron sus datos personales, después le indicaron que entregara sus pertenencias, que se quitara la ropa y así, en calzoncillos y descalzo, lo condujeron a su celda
.
La bartolina era de unos cuatro metros de largo por cuatro de ancho y quizás de unos tres de altura. A lo largo estaban dispuestas dos literas de dos pisos hechas de concreto armado. El calabozo estaba diseñado para cuatro prisioneros, pero en casos de emergencia podían acomodar hasta diez, ocho en las literas y dos en el piso.
En la celda había cinco reclusos, con el Licenciado serían seis. Eran seres escuálidos, lo que les permitía compartir los camastros sin mayores contratiempos.
Fueron dos los que mostraron especial interés en el Licenciado: el Alacrán y el Tragón.
—¿Y a vos por qué te encanaron? —preguntó el Alacrán.
—Un hombre murió a causa mía —dijo.
Sin esperar más preguntas les contó su historia.
***
—¿Así que usted era un gerente? —el Alacrán dejó de vosearlo.
—Así es.
—Entonces acomódese aquí —le dijo el Tragón.
Los prisioneros le asignaron el primer camastro, el mejor, fue una decisión producto de un frío cálculo: se harían sus amigos y, en el marco de la amistad carcelaria, él tendría inevitablemente que compartir con ellos sus cigarrillos, su comida y cualquier cosa que recibiera.
—Licenciado, ¿quiere saber por qué a este le dicen el Tragón?
—¿Por qué?
—Porque por un cartón de cigarrillos, un buen plato de comida o dinero se traga todo lo que le pongan en la boca.
—Je, je, je —fue la única reacción del susodicho.
El Alacrán notó de inmediato la repulsión que le causó su comentario.
—Licenciado, usted no es mejor que nosotros, usted no es diferente de nosotros, usted cree que es el único inocente, pues ha de saber que en la cárcel todos somos inocentes, sólo un loco o un pendejo admite que es culpable y eso... lo saben los detectives.
El Alacrán se levantó y se dirigió al hueco que estaba en el centro del pasillo que servía de letrina y empezó a orinar, entonces el Tragón se colocó al lado de su compinche y le acarició el trasero mientras que con una maliciosa sonrisa volteaba a ver al Licenciado. Después ambos se sentaron en el piso, justo frente a él.
—Licenciado, la cárcel hace malo a cualquiera, los honrados se vuelven ladrones, los leales, traidores, los inofensivos serán peligrosos asesinos y los hombres muy hombres, maricones —el Alacrán elevó la vista al techo—; aquí nadie se arrepiente de sus acciones, el único remordimiento que tenemos es el de no haber sido lo suficientemente astutos, por eso fue que nos encholparon.
—Usted todavía está limpio —dijo el Tragón mientras se frotaba las yemas de los dedos—; aún no han registrado en su récord de policía su estadía en estas pulgosas chirolas, pero cuando toque piano usted dejará de ser un hombre intachable y no será más que un criminal común y corriente, igual que nosotros.
—¿Tocar piano?
Los otros presos jijicaron burlescamente ante la evidente ingenuidad del pobre hombre.
—Sí, cuando lo fichen, cuando le tomen las huellas de los dedos.
Después los seis guardaron silencio, se tendieron en las losas de cemento y se dispusieron a dormir.
Al día siguiente su mamá le hizo llegar unas chancletas, un short, un taco de jabón de lavar, pasta de dientes, un par de paquetes de cigarros, fósforos y seis platos de comida, cumpliéndose de esa manera las expectativas de sus compañeros de celda.
A los tres días le permitieron su primera visita y sólo después, durante la noche, tuvo lugar el primer interrogatorio.
***
A inicios de la tercera semana de cautiverio, en la madrugada, el carcelero golpeó la puerta con su cachiporra y a gritos llamó.
—¡Ciudadano Licenciado!
—¡Aquí, señor oficial!
El Licenciado se incorporó tranquilo, los temores relacionados con la posibilidad de ser torturado se habían disipado después de tantos días y de tantos interrogatorios nocturnos, ahora tenía la certeza de que no recibiría maltrato físico y eso lo calmaba.
Se acercó al fondo de la celda y volteó el rostro a la pared. El carcelero observaba desde la rejilla y cuando constató que el Licenciado estaba en la posición requerida, abrió la puerta.
—Ciudadano, salga y camine, vista al piso.
Ambos caminaron por el pasillo y se dirigieron a la oficina de investigación. El Licenciado entró y de inmediato colocó su rostro frente a la pared.
—Ciudadano, acérquese y siéntese frente a mí —el Detective esperó a que el Licenciado se sentara y sólo entonces continuó—. Novato, saque una gaseosa y désela al ciudadano; hoy no hubo agua en este barrio y debe estar sediento.
El Novato sacó una botella y la colocó frente al Licenciado, quien de inmediato la desenroscó y procedió a enjuagar su paladar. Habían pasado más de quince días desde la última vez que había tomado una gaseosa y esta le resultó extraordinariamente agradable, era un mundano vestigio de la libertad, un deleitoso remanente de una holgada vida que ahora estaba a punto de perder.
El Detective esperó a que el Licenciado diera un segundo sorbo y sólo entonces habló.
—Ciudadano, cuénteme otra vez, ¿cómo tuvieron lugar los hechos?
El Licenciado aspiró por la nariz, con fuerza, como para coger valor.
—Bueno, yo no vi nada, yo estaba en mi oficina cuando de pronto escuché los disparos, entonces salí y me dirigí al portón, en ese momento ya la patrulla de la policía tenía pleno control del lugar, entonces después tres de los policías se me acercaron, me agarraron, me colocaron las esposas, me subieron a la camioneta y me trajeron aquí.
—¿Cuándo supo lo del muerto?
—A mi llegada a la Preventiva, cuando uno de los patrulleros me lo comentó.
—¿Quién tomó la decisión que condujeron a los eventos que desembocaron en dichos hechos de violencia?
—Yo.
—Nosotros tenemos personas que atestiguan que uno de sus jefes lo llamó por teléfono y que en ese momento él le dio la orden que al final produjeron los hechos de violencia.
—Mi jefe me llamó dos veces, la primera vez para decirme que buscara al abogado de la empresa, con el cual es la fecha y no me he podido comunicar, es por eso que no tengo abogado —el Licenciado hizo una pausa y continuó—; la segunda vez me llamó para alertarme de que era posible que hubiera una orden de arresto para mí.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Bueno, yo me pude haber dado a la fuga, pero en vez de eso fui a mi oficina, a continuar con mis labores, fue entonces que se dieron los disparos.
—Ciudadano, le voy a hacer una última pregunta —dio una pausa breve—, usted tiene tres superiores, ¿quién de ellos dio la orden?
—Yo no recibí órdenes de nadie, la decisión la tomé yo y asumo las consecuencias.
—¡Pero qué tipo más terco! —lo miró fijamente a los ojos y continuó—. Además de terco, baboso, sepa usted que sus jefes ya están fuera del país y que, mientras usted está aquí, ellos están tranquilos, esperando que usted sea condenado. ¿Sabe usted que le van a caer no menos de quince años de cárcel?
El Detective se puso de pie y empezó a caminar por el cuarto; el Licenciado agarró otra vez la botella y continuó bebiendo, después el Detective se sentó sobre el escritorio frente a él, casi cara a cara.
—Ciudadano, mis superiores me han orientado a hacerle a usted una oferta... si usted me dice el nombre del que dio la orden su condena será de tan sólo un año, en vez de quince —se puso de pie y colocando su mano en el hombro del prisionero prosiguió—; ¿Se imagina usted lo que son quince años de cárcel? —nuevamente se sentó en el escritorio y empezó a filosofar—. En los calabozos es imposible percibir el paso del tiempo porque la existencia está paralizada, los reclusos respiran y envejecen y pasan por la vida sin que la vida pase por ellos —guardó silencio para medir el impacto de sus palabras y después continuó—; usted es un profesional, un hombre de bien, para usted esos quince años de cárcel serían un desperdicio de vida, —y casi como rogándole siguió—, acepte mi oferta, sería un necio si no acepta, usted es un hombre inteligente, acepte mi oferta, además, usted siempre podría salir antes del año, por buena conducta, eso se lo puedo garantizar, sólo tiene que darme un nombre.
El Licenciado colocó la botella vacía sobre el escritorio y respondió.
—Oficial, otra vez le repito: yo no recibí órdenes de nadie, la decisión la tomé yo y asumo las consecuencias.
—¿Por qué lo hace?
—Porque esa es la verdad, porque a causa de mi decisión un hombre murió y, si alguien debe pagar por esa muerte, pues ese alguien debo ser yo.
—Novato, llame al carcelero y que meta al calabozo a este pendejo de mierda.
Mientras cumplía con lo ordenado, el Novato, molesto por el desvelo, balbuceó con cierta malacrianza.
—Venir a esta hora de la madrugada para nada, clase paja, tanta paja para nada.
El Novato se acercó al Detective y, recobrando la calma, se le dirigió.
—Jefe, ¿venir a esta hora sólo para proponer un trato?
—Mirá como es el asunto… es natural que alguien sienta turbación cuando el sueño es interrumpido, además, está la influencia de la oscuridad, la oscuridad tiene un efecto intimidante y es por eso que los interrogatorios nocturnos son más efectivos que los diurnos, también es por eso que es el mejor momento para proponer un trato.
—Pero el pendejo no aceptó, y era un muy buen trato, un año de cárcel en vez de quince.
—Él sabrá a qué se atiene.
El Licenciado caminó sin mucho ánimo por el corredor de la preventiva, tenía sueño, el carcelero le abrió la puerta de la celda y entró. De inmediato se acostó en su camastro de concreto, la madrugada y la tensión de la amenaza de los quince años de cárcel lo habían agotado y en ese momento sólo quería una cosa: dormir.
—Yo he sabido de perros a los que les pagan por estar en la cárcel —dijo con cierta altivez el Alacrán.
—¿Cómo es eso? —preguntó el Tragón.
—Al perro le pagan por echarse la culpa y de esa manera encubrir a los animales grandes. ¿Te imaginás? Un millón por cinco años modelando. Es un buen trato, yo lo agarraría sin pensar —respondió el Alacrán.
—Me quieren echar quince —comentó el Licenciado.
—Si es así yo pediría cinco millones, quince años pasan rápido, ¡los chanchadales que haría yo con cinco millones! —dijo el Tragón lleno de entusiasmo.
Todos voltearon a ver al Licenciado, quien, guardando silencio se remitió a acurrucarse sobre el frío cemento, cerró los párpados, pero antes de dormir repitió en voz muy baja:
—El señor es mi pastor, nada me faltará, en verdes pastos me hace descansar, junto a tranquilas aguas me conduce, me infunde nuevas fuerzas y me guía por sendas de justicia. El señor es mi pastor, nada me faltará.
***
Las luces del nuevo día atravesaron los respiraderos, pronto las paredes empezarían a absorber la radiación solar y las celdas nuevamente se tornarían en aquellos hornos que poco a poco derretían las voluntades y cualquier vestigio de hidalguía que los reclusos aún conservaran.
Pronto los reos empezaron a recibir los desayunos que sus familiares les enviaron, sólo el Licenciado no recibió el suyo.
Después de haber comido, todos se sentaron formando una “U” alrededor de la letrina, tal y como lo hacían cada día. Los segundos, minutos y horas transcurrieron con la parsimonia de una exhalación que navega solitaria a través del eterno infinito.
A eso del mediodía llegó el carcelero.
—¡Ciudadano Licenciado! —dijo tras abrir la celda—, de pie y sígame, vista al piso.
—Apuesto un cigarrillo a que el Licenciado va a tocar piano —dijo uno de los confinados.
—Acepto —dijo otro.
—Si me dan un sorbito me hago cargo de la cazada —dijo un tercero.
El Licenciado se incorporó, dio unos pasos, giró hacia el hueco del piso que servía de letrina y orinó. Después salió de la celda.
—¡Sígame! —ordenó el carcelero.
El Licenciado empezó a caminar por el pasillo.
—¡Vista al frente! ¡Apúrese! ¡Qué se apure le digo!
Al final del pasillo estaba una mesa y, sobre ella, su ropa.
—Ciudadano, ¡vístase!
El Licenciado sabía que el plazo de la prisión preventiva había caducado, era inevitable, primero iba a tocar piano y después sería llevado a las cárceles del sistema.
Sin mucho ánimo se sentó en la silla del vestíbulo, volteó la mirada al pétreo rostro del oficial, entonces se puso los calcetines, despacio, tratando de prolongar lo más posible el inevitable cambio de estatus. Se puso de pie, tomó el pantalón y lo sacudió, introdujo primero el pie derecho, después el izquierdo y se lo abrochó. Notó que le quedaba flojo, era obvio que había perdido peso. Tomó la camisa y con mucho desgano se la abotonó.
—¡Sígame! —ordenó el carcelero.
El Licenciado empezó a caminar por el pasillo.
—¡Vista al frente!, ¡y camine más rápido que no tenemos todo el día!
Llegaron a la oficina del Capitán, al entrar dio unos pasos, se encaminó hacia la pared y volteó el rostro hacia ella.
—Ciudadano, acérquese y verifique, ¿son estas las pertenencias que traía consigo la tarde que fue arrestado?
El Licenciado tomó un pequeño cajón de madera que contenía un par de zapatos, su cartera, las tarjetas de crédito, su licencia de conducir, cien pesos, su faja y su anillo de matrimonio.
—Sí, estas son... oficial… ¿Me van a mandar al sistema? —preguntó el Licenciado en voz baja y visiblemente atribulado.
—¿Están todas? ¿Hace falta algo?
—No, señor, todo está aquí.
El Capitán le extendió una hoja de papel.
—Lea con cuidado y firme.
El Licenciado leyó el papel, era un reporte del inventario de las pertenencias que portaba la tarde que fue detenido y, después de constatar los datos, lo firmó.
—Ciudadano, puede usted retirarse, el señor Juez sobreseyó su caso, es usted libre.
El Licenciado tomó su faja y se la abrochó, se puso los zapatos y empezó a caminar despacio, muy despacio, como en un sueño. Atravesó el corredor, miró los tragaluces de las celdas a través de los cuales pudo distinguir algunos rostros, sus miradas eran una mezcla de esperanza, alegría, envidia y odio.
Mientras caminaba empezó a repetir el salmo en voz baja.
—El señor es mi pastor, nada me faltará, en verdes pastos me hace descansar…
Levantó la mirada hacia el estival celeste de aquel radiante mediodía; recordó al Alacrán que en más de una ocasión le había dicho que la cárcel hace malo a cualquiera, que los honrados se vuelven ladrones, los leales, traidores, los inofensivos, peligrosos asesinos, y los hombres muy hombres, maricones.
Dio gracias a Dios porque su permanencia en la cárcel fue breve, porque salió siendo el mismo hombre que había entrado, pero de inmediato se corrigió: “No, no soy el mismo hombre, ahora soy menos arrogante…, ahora sé que la más ingenua decisión puede costar una vida”.
Nuevamente volvió la vista a los tragaluces, levantó su brazo derecho y agitó su mano en señal de adiós. Cruzó el portón principal, afuera estaba su madre, quien, al verlo, corrió a abrazarlo.
—Hijo, sos libre, por fin sos libre otra vez. Existe Dios
y existe justicia.
—Madre, la ley de los hombres me encontró inocente, pero
no puedo devolverle la vida a aquel pobre hombre y es por eso que no estoy
seguro de ser inocente ante los ojos de Dios.
—Claro que sí, claro que sos inocente ante los ojos de
Dios. Pero vamos, apurate, vámonos pronto para que empecés a borrar de tu
memoria estos infernales días.
Ambos callaron y apresuraron el paso hasta llegar al
carro en donde los esperaba su papá. Se montaron y se fueron.
El Detective y el Novato observaron cómo el Licenciado recobraba su libertad y todos
sus derechos ciudadanos.
—Jefe.
—¿Qué? —respondió con cierto desdeño.
—¿El Licenciado le pagó al Juez?
—Novato, vos has visto demasiadas
telenovelas mexicanas.
—¿Tiene amigos en la Corte Suprema?
—No.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—No entiendo.
—¿Qué es lo que no entendés?
—La teoría dice que lo mejor era hacer el trato, no
entiendo, ¿Por qué al Licenciado no le cayeron los quince
años?, ¿Por qué lo dejaron libre?
—Novato… la teoría hace la suposición de que el implicado es culpable y, por ser culpable, lo mejor es aceptar —calló por un instante para poder decidir que marca de gaseosa sacar del refrigerador, la destapó, tomó un trago y sólo entonces concluyó—. Novato, tome nota, los inocentes… no hacen tratos.
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