martes, 14 de mayo de 2024

La Tormenta Tropical Tita

(a mis compinches de aventuras juveniles: Edmundo Torres, Laureano, Juan, Beto y Víctor Arcia)
No llovía fuerte y el viento no era de consideración, tampoco había relámpagos que iluminasen la bóveda celeste, el cenit parecía una inerte y lúgubre amalgama, era como si estuviera hecho de una interminable y grisácea nube que se perdía en el horizonte.

Más bien era una tenue e insignificante llovizna que bajo otras circunstancias no representaría mayor peligro, pero su constancia, a lo largo de dos semanas, no sólo había empapado a todo el país, sino que además lo había inundado, pero sin consecuencias que lamentar.

Tita entró por el este, como es lo usual en esta región del mundo, pero, contra todo pronóstico, fue frenada por la cordillera de pequeños volcanes que recorría el litoral occidental, lo que provocó que Tita se degradara de huracán a tormenta.

Las clases no se interrumpieron de inmediato, después de todo se trataba sólo de una tímida llovizna, además, la brisa era incapaz de dañar los paraguas de las niñas, y era tan floja que ni siquiera podía hacer ondular los faldones de los ca-potes de los varones.

Pero después de la primera semana, el nivel del agua empezó a subir porque el horizontal relieve de la ciudad limitaba su drenaje, además de lo anterior, los perenemente resecos cauces, por donde hasta hace unos cuantos lustros fluían ríos, se habían desbordado por las aguas que impetuosamente bajaban de los volcanes, privando a la ciudad de su natural desagüe. Fue así que, cuando las aguas llegaron a la altura de los tobillos de los transeúntes, se tomó la decisión de suspender las clases.

Estas forzosas vacaciones provocó alegría entre los colegiales, pero esta alegría se tornó en hastío en un santiamén. Esa es la suerte de los escolares, añorar las vacaciones cuando se está en clases y añorar las clases cuando se está de vacaciones. Y es que todas las actividades recreativas se habían suspendido, no se podía jugar al beisbol, tampoco al futbol, ni a ningún otro tipo de deporte, igual, no resultaba prudente practicar la natación debido al riesgo de una mortal descarga eléctrica a consecuencia de un poco probable pero fortuito rayo.

Fue entonces que los teléfonos se tornaron en una suerte de válvula de alivio porque las llamadas telefónicas se convirtieron en una fuente de improvisado esparcimiento, pero eso tampoco duró mucho, ya que los padres de familia, más temprano que tarde, notaron la llamadera que había entre los muchachos y, en un afán de evitar que el gasto telefónico se incrementara, optaron por colocar pequeños candados en los diales de los teléfonos.

Había fluido eléctrico y los dos canales de televisión, el 4 y el 8, seguían funcionando, pero en la segunda semana de tormenta, el canal 4, por precaución, desactivó la repetidora que estaba en la cúspide de uno de los volcanes y, es por eso que, al pueblo sólo llegaba la señal del canal 8, la cual era tan potente que no necesitaba de antena repetidora.

La programación diaria del canal 8 estaba dividida en dos tandas.

La primera tanda iniciaba a las once de la mañana con la proyección de los muñequitos Pow Wow, el Súper Ratón y las Urracas Parlanchinas. Estos muñequitos eran en blanco y negro y con una banda sonora en inglés, pero sus magistrales gráficas permitían que la fantasiosa imaginación de los niños adivinara la trama de los cortos sin mayores dificultades.

A las once y media los muñequitos le cedían su lugar a la comedia de Tres Patines. Los diálogos de esta comedia eran una ristra de chistes llenos de humor blanco que nunca se repetían, mientras que las estridentes voces de los personajes emu-laban a los payasos de los circos. Los personajes eran fundamentalmente los mismos y, al final, el Tremendo Juez de la Tremenda Corte terminaba multando y condenando a Tres Patines con unos cuantos días de cárcel. Pero eso era lo de menos porque cada día Tres Patines sería procesado a causa de una queja diferente. Las quejas solían ser ridículas, pero terminaban convirtiéndose en delitos gracias a las irreverencias de Tres Patines.

A las doce meridiano presentaban un programa que, por su corte histórico, promocionaba la cultura general y que se llamaba El Juicio. Cada día un personaje de relevancia era sometido al Juicio de la Historia. En el banquillo de los acusados se sentó Juana de Arco, Cristóbal Colón, Albert Einstein, Tomás de Torquemada, Benito Juárez, Adolfo Hitler y muchos más. Era un programa inteligente y sicológicamente agudo, los abogados, acusadores y defensores, iniciaban presentando cada uno su caso, después, para sostenerlo, invitaban a varios testigos, a continuación procedían a interrogar ferozmente al acusado, eventualmente, como en todo proceso judicial, los abogados terminaban realizando un alegato final, tras el cual, todos, abogados y testigos, abandonaban el recinto, mientras que el acusado permanecía sentado en el banquillo, en completa soledad, entretanto, la luz que lo iluminaba se atenuaba paulatinamente hasta dejar la pantalla bajo una profunda penumbra que únicamente permitía apreciar la silueta del procesado. Nunca había un veredicto porque el juez era el espectador y la idea era de que cada quien decidiera la absolución, o la condena histórica, del personaje enjuiciado.

A las dos de la tarde le tocaba el turno a las telenovelas. La mayoría de ellas eran cursis y predecibles melodramas, aunque hay que admitir que de vez en cuando surgía una telenovela como “Angelitos Negros” que, en medio de tanto lloriqueo, se atrevió tocar el entonces espinoso tema de las uniones maritales interraciales.

La programación se suspendía después de la telenovela. La segunda tanda empezaba nuevamente con los mismos muñequitos a eso de las cinco y media.

A las seis de la tarde presentaban la serie de horror Sombras Tenebrosas, la cual narraba la historia de un hombre convertido en vampiro a consecuencia de la maldición de una bruja que, en un arranque de celos, lo condenó a una nocturna, eterna y sangrienta vida. El vampiro, Barnabás Collins, era un alma atormentada que sufría por no poder consumar el amor que sentía por su prima, además de eso, era torturado por su incapacidad de ver salir el sol por las mañanas, ya que, justo antes del amanecer, debía confinarse en su ataúd. Es por eso que, a la postre, el sanguinario ente resultó ser la verdadera víctima de la trama y, con ello, se ganó la simpatía de la teleaudiencia.

Las siete de la noche, la hora Premium, le correspondía a la serie Combate. La serie trataba sobre una pequeña escuadra de soldados estadounidenses que se encargaba de rescatar, a pellizcos, un pequeño territorio de la Francia ocupada por la Alemania Nazi. Todos los días, el sargento y su tropa, después de sostener un desigual combate, liberaba alguna aldea de la campiña francesa, el pelotón, por muy angustiosas que resultaran las circunstancias, nunca sufría baja alguna y, en el peor de los casos, sólo tenían que soportar uno que otro rasguño.

A las ocho de la noche presentaban Topo Gigio, una pequeña, pero extraordinaria marioneta que se encargaba de entretener a los niños por unos cinco minutos y que terminaba enviándolos “a la Camita".

Inmediatamente después empezaba el telenoticiero, el cual, usualmente, sólo era del interés de los adultos.

A las ocho y cuarenta y cinco de la noche el canal 8 finalizaba su programación presentando alguna película de guerra, o de vaqueros, la cual solía terminar a eso de las diez y algo.

Era una rutina que se repetía día a día y que, mal que bien, entretenía a los escolares durante los largos y aburridos días de la forzada reclusión que provocó la tormenta tropical Tita.

Casi al final de la segunda semana, debido a la saturación del terreno, algunos postes del tendido eléctrico perdieron su vertical balance y varios de ellos se cayeron, interrumpiendo el fluido eléctrico por un par de días, provocando, de esta manera, que las horas transcurriesen con perezosa parsimonia.

Las radios locales continuaron saliendo al aire de manera intermitente gracias al uso de generadores eléctricos de emergencia, mientras que la población las escuchaba en sus receptores de baterías, las cuales estaban al alcance de las manos por estar disponibles en las pulperías del vecindario.

Tita se tornó nuevamente en huracán cuando finalmente desembocó al mar y fue entonces que su coletazo empezó a provocar estragos de gran magnitud en los pueblos costeros. Debido a ello, las radios suspendieron su programación habitual porque iniciaron un maratón radial que tenía el propósito de recabar cuanta ayuda fuera posible para las víctimas de Tita.

Para ese momento, las calles del pueblo ya eran transitables y los vehículos empezaron a atravesarlo a velocidad de tortuga, ya que, para evitar que los carros se apagaran, debían reducir las salpicaduras y, de esa manera, mantener secos los chisperos y los platinos.

— Hijo, agarrá el carro y llevá a tu mama al súper — le dijo el hombre a su hijo mayor, que estaba finalizando la secundaria y que ya tenía licencia de conducir.

El junior procedió a obedecer al padre y, mientras iban al supermercado, fue escuchando la invitación de la radio para formar cuerpos de voluntarios para ir a ayudar a los damnificados del puerto.

Realizado el mandado, el junior le dijo a su papá.

— Papa, me voy a ir a dar una vuelta con los chavalos.

El hombre, a modo de compensación por tanto encierro, accedió. 

— Está bien, pero vení antes de que anochezca, en estos días puede ser peligroso andar de noche — respondió el papá.

Pero el plan del junior era otro, su idea era recoger a sus amigos, enrumbarse con ellos al puerto que estaba sufriendo los embates del terrible fenómeno meteorológico y presentarse como voluntarios para tratar de ayudar en algo.

Fue casa por casa recogiendo a sus amigos, quienes de inmediato aceptaban la invitación, más que todo motivados por salir del aburrimiento que por otra cosa.

El puerto quedaba unos veinte kilómetros al sur del pueblo, así que primero fueron a una gasolinera para llenar el tanque con suficiente combustible para ir y regresar.

Si bien en el casco urbano el nivel del agua había bajado, a la salida del pueblo, había un pequeño trayecto de carretera de unos cien metros de longitud que aún permanecía inundado. Por un asunto de precaución, los vehículos no se atrevían a cruzar el anegado trecho y, por eso, se había formado una fila de camiones de aproximadamente dos kilómetros de largo, los cuales, pacientemente esperaban a que el nivel del agua bajase.

Los chavalos avanzaron a lo largo de la cola de camiones y, cuando estuvieron frente al enorme charco, se detuvieron.

— ¿Nos regresamos o pasamos? — preguntó el junior.

— ¡Pasemos! — respondieron todos con alegría.

— Si el agua empieza a entrar dentro de la cabina del microbús me regreso — atinó a prevenir el junior.

La insensatez de los jóvenes era mayúscula, pero así es la juventud, después de todo, cuando se es joven se es inmortal, ya que las emociones y la adrenalina les hacen creer que las tragedias sólo le pueden ocurrir a otros, pero nunca a ellos.

El microbús se adentró despacio, bien despacio, eventualmente el agua empezó a entrar a la cabina, pero el junior continuó, faltaba poco y ahora resultaba más peligroso regresar. Cuando lograron atravesar el enorme cuerpo de agua, el microbús se apagó.

— No es problema, te vamos a empujar hasta que encienda — dijo uno de los chavalos.

Dicho y hecho, se bajaron y comenzaron a empujar y, mientras empujaban, los camiones empezaron a cruzar el charco por la ruta trazada por los imprudentes jovenzuelos. A pesar de ello, ninguno de los camioneros se detuvo a ayudar.

El junior ponía el cambio en segunda y cada vez que cogían algo de velocidad sacaba el embrague, lo que provocaba un amago de combustión. Por el escape del motor salía un chorro de agua cada vez que intentaban encender el carro. Repitieron la operación unas diez veces hasta que finalmente el motor encendió.

No tuvieron mayores contratiempos en el resto del trayecto y en cuestión de media hora llegaron al puerto y de inmediato se dirigieron a la zona de desastre.

La lluvia había atenuado y el viento estaba lejos de ser huracanado, pero el mar parecía estar empecinado en destruir toda edificación costera. Las olas reventaban a unos veinticinco metros de la orilla y no eran muy grandes, pero la corriente que provocaban poseía tal fuerza que las aguas incursionaban impunemente en el barrio costanero. La llana topografía de la isla era de apenas dos metros sobre el nivel del mar y no ofrecía mayor resistencia al ímpetu de la correntada. Los ci-mientos de las casas cedían y las paredes caían como fichas de dominó.

El área afectada era de unas tres cuadras costeras. El bajo nivel de la isla impedía la formación de barrancos y el torbellino marino entraba, indemne, a realizar su labor destructiva, una y otra vez.

Cuando las aguas retornaban al cuerpo de mar, iban dejando tras de sí una breve playa de oscura arena, bajo la cual quedaban enterradas las paredes, camas, sillas, mesas y todo tipo de enseres domésticos de las viviendas de lo que una vez había sido la vistosa y turística Costa de los Carey. El terrible fenómeno se repetía consistentemente.
 
Desde el cordón de seguridad, que la guardia naval había establecido, los muchachos, junto con una enorme aglomeración de curiosos,  observaban atónitos como el mar, sin mayores remilgos, se tragaba, en cuestión de minutos, una media docena de casas.

Cada vez que el agua se retiraba no quedaba huella alguna y daba la impresión de que esas viviendas nunca habían existido, sólo se podía observar el revoltijo de arena y las terribles lenguas de agua que, como poseídas por el demonio, entraban y se retiraban.

Los chavalos observaron a la multitud de espectadores, era una mescolanza de impenetrables rostros que, compungidos, miraban absortos como la naturaleza les hacía recordar la fragilidad humana.

— Aquí no estamos haciendo nada, si queremos ayudar vámonos a la parroquia que es ahí en donde están los damnificados — dijo uno de ellos.

Los demás asintieron y se montaron en el microbús. Al llegar a la iglesia, vieron tres camiones cargados con víveres y todo tipo de ayuda para las víctimas de la tormenta.

En el costado sur de la nave principal de la parroquia eran estibados los grandes sacos quintaleros de arroz, frijoles, harina, maíz y azúcar. Los tuteros colocaron unos cuantos tablones entre las estibas, improvisando, de esa forma, un conjunto de rampas que les permitía elevar los sacos hasta el techo. En el costado norte se colocaban las cajas que contenían aceite, jabón, papel higiénico, pasta y cepillos de dientes, ropa y utensilios de cocina, mientras que en las bancas estaban apilados todos los desgraciados que habían perdido sus casas.

Los chavalos se acercaron justo en el momento en que el comandante de la plaza de armas llegaba a la iglesia.

— Señor… venimos a ayudar — dijeron con juvenil entusiasmo.

El aspecto de los chavalos dejaba mucho que desear, estaban remojados y lodosos. El militar estaba visiblemente molesto, razones le sobraban, funesto había sido ese día en su querido puerto.

— A atrasar es que vienen... ¡Vagos!... este es un asunto de hombres… así que… ¡Se me van a joder a otro lado!

Los chavalos se voltearon a ver, no se atrevieron a decir nada en su defensa y, muy apesadumbrados, se montaron al microbús y emprendieron de inmediato el viaje de regreso.

— ¿Y ahora? — dijo uno de ellos.

— Pues no hay mucho que hacer — dijo otro.

— Ya sé, juguemos desmoche.

— ¡Sí! — respondieron entusiasmados los demás.

— ¡A jugar desmoche se ha dicho!... pero en mi casa — dijo el junior — para que mi papa contenga su arrechura cuando vea todo el lodazal que hay en el microbús.

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Las Aventuras de Pow Wow
creado por Sam Singer
Tempe Toons - 1949
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La Tormenta Tropical Tita

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