Durante mis primeros 35 años de vida mi peso estuvo dentro de lo que se podría llamar razonable, pero hace 24 años las circunstancias se confabularon en mi contra y, debido a ello, empecé a usar cotidianamente cierto tipo de medicación cuyo uso prolongado provoca 2 efectos colaterales no deseados. El Primero de esos efectos colaterales no deseados es la Diabetes y, el Segundo, el aumento de peso. Estas advertencias me obligaron a tomar las medidas preventivas que consideré pertinente.
Desconozco el mecanismo fisiológico por medio del cual la medicación que uso produce diabetes, pero al final esa información es irrelevante porque no estoy en condiciones de hacer algo al respecto. Lo que sí estaba a mi alcance era hacer una suerte de profilaxis. Entre otras cosas, desde hace 24 años, opté por sustituir los refrescos naturales por bebidas carbonatadas libres de azúcar y, gracias a ello, la concentración de glucosa en mi sangre se encuentra dentro de lo que es considerado óptimo.
Lo que no pude controlar fue el incremento de peso. En mi defensa diré que mientras laboré en Managua hice cuanto estuvo a mi alcance y mi peso estuvo dentro de lo que se podría considerar razonable. Pero en el 2008, con mi regreso a Chinandega, comiendo en la comodidad de mi casa materna, perdí el control sobre la situación, de tal manera que, en 2017, llegué a pesar 350 lbs (159 kg).
Fue entonces que decidí cambiar mis hábitos alimenticios. El problema lo definí así: ¿Cuánto, cuándo y cómo debo alimentarme para perder peso de tal manera que la sensación de hambre fuera tolerable?
Desde un inicio supe que lo más difícil iba a ser tolerar la sensación de hambre. Fue entonces que recordé que durante mi vida de universitario descubrí que el hambre se tolera mejor durante el día y no así en la noche. Eso lo aprendí por mera casualidad. Sucede que en la universidad no solía desayunar porque de esa manera lograba dormir más tiempo. Tampoco solía almorzar porque siempre había algo que hacer en el laboratorio. Es por eso que era hasta que regresaba a mi albergue estudiantil que me preparaba una opípara cena. He de decir que gracias a ello regresé a Nicaragua pesando 180 lbs (81 kg), el peso ideal para un hombre de 1.7 m (5’7”).
Con todo esto en mente tomé la primera decisión. Para poder soportar el hambre sólo iba a cenar.
Pero sabía que eso era insuficiente. Entonces encaré la situación de una manera que fuera comprensible para mí, abordé el problema como si se tratara de una planta procesadora de celulosa y papel.
En una fábrica de celulosa y papel se suele hacer 3 tipos de balances: El Balance de Materiales, el Balance Energético y el Balance del Agua. El objeto de estos 3 balances es obtener el mejor rendimiento, minimizar la pérdida de energía y minimizar el consumo de agua. Ya con estos conceptos en mente hice un menú, es decir, una lista de los platos que me gustaría comer. Después levanté una base de datos de ingredientes crudos y la cantidad de calorías que contienen.
Para establecer el Balance Energético, construí una hoja electrónica que calcula; en función de la masa corporal, la estatura, el sexo, la edad y el nivel de actividad física diaria; la cantidad de calorías que una persona debe consumir para mantener su peso constante. Con ese dato ya es posible calcular cuantas calorías había que dejar de ingerir para perder de 1 a 2 libras a la semana.
Esta información me permitió elaborar las recetas de los platillos que conformaban mi menú. Después había que tener la paciencia de pesar cada ingrediente crudo por separado y sólo entonces proceder a cocinar.
Los contratiempos forman parte de toda actividad y esta no fue la excepción y en determinado momento, al pesarme, empecé a tener lecturas incoherentes. Después de evaluar todo lo que estaba haciendo llegué a la conclusión de que se trataba de lo que en ciencia experimental se conoce como Error Sistemático. Los errores sistémicos usualmente están determinados por los instrumentos, la muestra y el procedimiento utilizado para realizar la medición. Si la balanza estaba bien, si la muestra (yo) era siempre la misma, entonces el error tenía que provenir del procedimiento de pesaje.
Era necesario diseñar un pesaje estandarizado, es decir que, era necesario que el proceso tuviera lugar bajo las mismas condiciones, siempre. Tenía que pesarme como si se tratara de tomar una muestra de sangre. Fue así que establecí que debía pesarme de la siguiente manera: los días sábados o domingos, al despertar, después de la primera orinada, sin haberme bañado y en ayunas. Si hacía todo esto en cada ocasión, el error sistémico relacionado con el pesaje desaparecía. Pero la única manera de validarlo era llevando un registro de cada lectura y fue así que me vi obligado a realizar un control estadístico de mi peso.
Algunos pensarán que llevar un control estadístico es muy tequioso y que raya lo impulsivo, quizás, pero esta actividad tiene una gran recompensa emocional. Sucede que la pérdida de peso es paulatina y en el espejo no se puede apreciar esa libra de peso que se pierde cada semana, en cambio, en un gráfico si se puede apreciar el resultado del esfuerzo que uno realiza y en este asunto de perder peso no hay nada más motivador que ver como uno progresa.
En teoría, con un balance energético bien hecho, la persona no debería sentir hambre durante el proceso de pérdida de peso, pero en la vida real eso no ocurre así. Sucede que la sensación de hambre no sólo está condicionada con la cantidad de calorías circulando en nuestro torrente sanguíneo, sino que también por el tiempo que el estómago está lleno o vacío. Uno puede tener un nivel ideal de calorías circulando y sentir hambre porque el estómago está vacío, pero también uno puede tener un déficit calórico y no sentir hambre porque el estómago está lleno.
Es por eso que, para no sentir hambre durante el proceso de pérdida de peso hay valorar si vale la pena ingerir un alimento catalogado como nutritivo o comer algo que no lo sea tanto. Por ejemplo, en determinado momento tuve que comparar la Leche con el Arroz. La leche es más nutritiva que el arroz, pero al estómago le toma tan sólo 20 minutos procesar la leche, en cambio procesar el arroz le toma hora y media. Basados en la lógica del tiempo de retención, pues, para no sentir hambre, es más conveniente consumir arroz que leche.
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Balada para un Gordo
Juan Eduardo Carballo
1970
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Mi Insurrección Culinaria - La Dieta del Mondongo
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