lunes, 10 de abril de 2023

Las Cuevas de los Duendes Enamorados

(a los Brigadistas del Ejército Popular de la Alfabetización)

El pueblo estaba a unos ciento veinte kilómetros de la cabecera departamental, pero no toda la carretera era pavimentada, los últimos cuarenta y cinco kilómetros eran un escabroso camino de todo tiempo construido con el balastro que camiones volquetes desperdigaron en forma de majanos, los cuales, después, fueron esparcidos por todo lo ancho del camino con una motoniveladora cuya cuchilla se encargó de conformar una camada de piedra de un pie de espesor.

La ruta avanzaba a lo largo de la frontera con rumbo noreste y no respondía a ningún tipo de diseño ingenieril.

Cuando lo construyeron, la eficiencia y las distancias no fueron el criterio más importante, y es que, el Departamento de Carreteras pudo haberlo ramificado por aquí, o bien bifurcarlo por allá, creando de esa manera, rutas individuales hacia cada una de las cabeceras municipales que caprichosamente estaban acomodadas en las hondonadas de la serranía. Sin embargo, optaron por construir un único camino que unía a todas las poblaciones y, a pesar de que nadie lo sabe a ciencia cierta, los periódicos de la época denunciaron el despilfarro porque, según ellos, el camino fue construido de esa manera para que pudiera pasar por las fincas de los diputados, de varios terratenientes y de personajes políticos locales.

Como consecuencia de lo anterior, el camino resultó extremadamente tortuoso, ya que, con la intención de amoldarse a la topografía, se retorcía asombrosamente como una culebra en celo. Era tan intrincadamente irregular que en varios trechos los caballos avanzaban más rápido que los camiones.

La entrada del pueblo era una cuesta de pronunciada pendiente que se extendía por unos ciento cincuenta metros, tras los cuales, culminaba bifurcándose para formar una punta de plancha, algo cóncava del lado norte y algo convexa por el sur.

Sus dos únicas calles se extendían a lo largo de unas dos cuadras, formando de esa manera un casco urbano de tan solo cuatro manzanas.

En la punta de la plancha estaba el parque, la iglesia y su atrio, la alcaldía y la escuela.

En la Calle Real había un incipiente mercado y unas cuantas pulperías, después continuaba, siempre con rumbo noreste, en busca del próximo pueblo.

La calle sur avanzaba en paralelo a la Calle Real y, después de una cuadra, abruptamente se transformaba en una montañosa vereda que sólo permitía el paso de una o dos personas.

En el casco urbano vivían unos setecientos habitantes, cada casa se podía distinguir y diferenciar desde ambas calles, pero sus patios se confundían en medio de espontáneos jardines y una maraña de árboles que de poquito en poquito se fundía con la espesura de la montaña

Casi al mediodía, después de unas cinco horas de viaje, en unos diez camiones, llegaron los brigadistas. 
La columna de alfabetizadores se acomodó en el parque con mucho orden, más por cansancio que por disciplina. La algarabía de la despedida se había disipado hacía ya varias decenas de kilómetros atrás, el sol, el vaivén de los camiones y el polvo de la caravana se encargaron de trocar la euforia del inicio de la aventura en gotas de sudor, rostros insolados y narices congestionadas.

La Cruzada Nacional de Alfabetización había iniciado.

Todas las escuadras que llegaron al pueblo eran de un mismo colegio, la edad de los brigadistas oscilaba entre los trece y los dieciséis años, vale aclarar que en cada una de ellas había al menos un profesor cuya función, además de servir como guía pedagógico, era la de brindar algo de sentido común a los alfabetizadores para que estos no crearan ni se metieran en problemas.

Las escuadras de alfabetizadores fueron organizadas de tal manera que sus miembros pertenecieran a una misma sección, es decir, que todos los brigadistas se conocían, quizás no eran necesariamente amigos, pero al menos se conocían. A pesar de ello, aún estaban muy lejos de ser un colectivo.

Cada una de las escuadras era una mezcla heterogénea de niños que incluía a uno que otro becario de origen campesino, a descendientes de asalariados, a hijos de comerciantes, hijos de empresarios y hasta unos cuantos de los que despectivamente solían llamar chicos plásticos.

Pero no sólo su origen los diferenciaba, también los diferenciaba sus motivaciones. Estaban los voluntarios, los que realmente querían contribuir con la mejoría de la calidad de vida de los campesinos, también estaban los que fueron por cumplir un requisito que les permitiera matricularse al siguiente año lectivo sin mayores contratiempos, es decir, sin tener que dar o inventar explicaciones del porqué no habían participado en la CNA, finalmente estaban los vagos, aquellos que habían ido con el único propósito de saciar su crónica desidia.

Era la primera vez que en realidad iban a convivir, a compartir, a depender los unos de los otros y es por eso que el almuerzo de aquel día fue la primera acción colectiva que, con improvisada naturalidad, surgió entre ellos, y no es que se ofrecieran a intercambiar viandas, sino que, a compartir el momento, como si todos fueran miembros de una familia de prole numerosa en un estival día de campo. A pesar de la bucólica ruralidad del pueblo, todavía pudieron acompañar sus almuerzos con las bebidas carbonatadas que compraron en las pulperías y que les fueron servidas en pequeñas bolsas plásticas transparentes que contenían unos cuantos trozos de hielo.

A cada escuadra le designaron una comarca y a eso de las dos de la tarde cada una de ellas salió del pueblo con rumbo a los lugares, en donde, por unos seis meses, se dedicarían a enseñarle, a leer y a escribir, a cerca de dos mil campesinos. A todas las comarcas se podía llegar por medio de la carretera, menos a la que le fue asignada a la escuadra del tercer año.

Los de tercero salieron a eso de las dos y media de la tarde. Su comarca quedaba a unos seis kilómetros al suroeste de la cabecera municipal y, a pesar de ser la más poblada de todas las del municipio, únicamente se podía llegar a ella por veredas, es más, ocasionalmente resultaba aislada durante las crecidas de los ríos en el pico de la temporada de lluvias.
En un inicio la trocha transitaba entre las faldas de dos serranías con rumbo oeste. Era una senda que caballos, burros y mulas se encargaron de construir en el transcurso de uno, quizás hasta dos siglos. No podía ser de otra manera, las bestias de carga están hechas para encontrar, no el camino más corto, sino el más accesible, después de todo, para ellas, mientras haya zacate y agua por ahí, la distancia carece de todo sentido.

La vegetación en ocasiones era tupida a la derecha, mientras que en otras la frondosidad se extendía por el lado izquierdo. En general la vereda seguía un plano horizontal, pero a veces las laderas de los dos principales macizos la cimbraban formando empinadas pendientes. En el monte, toda pendiente supone un esfuerzo extra, no importa si es de subida o de bajada.

— Amigo.

— ¿Ajá?

— ¿Y ya vamos a llegar?

— Ya estamos cerca… a la vueltecita.

Debido al relieve, esos seis kilómetros se les hicieron interminables y la bendita vueltecita de hule. Caminar ese trecho en la ciudad suponía una marcha de hora y media, pero la vereda que transitaban era sumamente exigente, piedras por aquí, hoyos por allá, a eso hay que sumarle el peso de sus mochilas. Es por eso que el avance era agobiantemente lento.

A la mitad de la distancia, el camino hizo un abrupto giro hacia el sur y a partir de ese momento se dedicó a seguir la ruta que trazaba el primer río de los dos que encajonaban a la comarca. En ese momento la vereda ocupó definitivamente la ladera este de una de las cordilleras, mientras que la otra se convirtió en su inseparable compañera que desde ese momento solamente mostraría su costado oeste. Fue en ese momento que todos notaron, llenos de perplejidad, las dos cuevas que adornaban sendos peñascos de la montaña.
— Amigo.

— ¿Ajá?

— ¿y cómo se llaman esas cuevas? — preguntó uno de los brigadistas.

— ¿Esas?... Esas son las casas de los duendes enamorados — respondió lleno de seguridad el baqueano.

— Pero los duendes no ex...

— ¡Chchch!... callate, dejalo que hable — le dijo el profesor al brigadista y después le hizo una seña a otro para que le metiera plática.

— ¿Los duendes enamorados?

— Sí, los duendes enamorados.

— ¿Por qué dicen que son duendes?

— Aquí todo el mundo sabe que son duendes... sólo salen de noche y únicamente fechorías saben hacer.

— ¿Fechorías?... ¿De qué tipo?

— A uno le roban un machete, al otro le quiebran una tinaja... y a sí se pasan todas las noches, jodiendo por aquí y fregando por allá.

— ¿Han matado a alguien?

— No, los duendes no son asesinos, solamente les gusta hacer que la gente se arreche.

— ¿Cómo así?

— Pues uno se arrecha y entonces ellos se ríen.

— ¿Se ríen?

— Son carcajadas las que se tiran... yo personalmente los he escuchado... la vez que llegaron a enamorar a mi hija... la menor... la que todavía nadie se la ha sacado.

— ¿Cómo es eso?... No entiendo.

— Aquí, cuando un hombre se quiere juntar con una muchacha, se monta en su caballo y a media noche va a la casa de ella y le silba... Si ella quiere... Sale y se monta al anca... El hombre se la saca ahí mismo... En medio monte... Al día siguiente la muchacha amanece en la casa de su marido y lo primero que hace es ponerse a echar tortillas... las primeras tortillas del día se las envía a su tata... Así es como uno se da cuenta de que la hija ya tiene marido.

— ¿Y si ella no quiere?

— Pues no sale y se queda en la casa con su tata.

— ¿Y los duendes que tienen que ver en todo esto?

— ¡Ah!... Es que los duendes son unos grandes enamorados, les silban de día, les silban de noche.

— ¿Y no tienen miedo que un duende se saque a una muchacha?

— No pueden, no tienen caballos.

— ¿Y cómo sabe usted eso?

— Es que al día siguiente no hay huellas de caballos, es por eso que uno sabe que los visitantes fueron los duendes enamorados... por eso es que las chavalas no les hacen caso... entonces ellos se ponen a hacer zanganadas.

Todos guardaron silencio en espera de que el hombre del campo continuara.
— A mí una vez me fregaron el techo de la casa, toda una semana pasaron jodiendo, llegaban por la noche y empezaban a desparramar las tejas... Toda una semana... Jodiéndome el techo de la casa.

— ¿Y sus perros no le ladraron?

— Los bandidos les soban la panza a los perros y por eso ellos no les laten.

— Y cuando escuchó los ruidos... ¿Usted no salió a ver?

— Cuando un duende visita una casa, uno no debe salir del catre.

— ¿Por qué?... ¿Es de mala suerte?

— No niño, el hombre que ve a un duende se vuelve loco, empieza a oír y ver cosas, los más alelados se van por ahí, sin rumbo... nunca vuelven — y después de una breve pausa — yo por eso no salgo, ái dejo yo que se rían.

— ¿Son varios?

— A veces llegan dos, a veces tres.

— ¿Y alguien ha ido a la casa de los duendes enamorados?

— No, y les aconsejo que nunca vayan, los que entran en esas cuevas se pierden, nunca salen.

— ¿Nunca?

— Nunca... es un camino que va directo al corazón de la montaña y de ahí... al centro de la tierra... los que entran nunca logran encontrar el camino de salida... no hay que tentar al diablo.

— Amigo.

— ¿Ajá?

— ¿Y falta bastante todavía?

— No, ya casi llegamos, las casas están ahí nomasito... a la vueltecita.

La intrincada senda, en complicidad con las pesadas mochilas, hizo que los kilómetros, los minutos y sus horas, transcurrieran con extraordinaria lentitud, es por eso que los brigadistas llegaron a odiar esa famosa vueltecita que nunca llegaba.

Finalmente, a eso de las cinco y media de la tarde, cuando ya la penumbra del sol y la sombra de la montaña anunciaban una noche prematura, después de una empinada vueltecita, llegaron a la escuela rural que hacía ya muchos años había quedado en abandono, sin maestro, sin pizarra y sin alumnos.

Los aldeanos recibieron a los brigadistas más con timidez que con cautela, pero eso no les impidió ofrecerle tortillas, frijoles con crema, cuajada y café.

Como no había luz eléctrica, uno de los brigadistas encendió su lámpara Coleman. No era la primera vez que los lugareños miraban una de esas lámparas, pero era un artefacto que ninguno de ellos estaba en capacidad de comprar. Los chavalos, a pesar de su juventud, pudieron leer las mi-radas de esos rostros que decían... “Yo quiero una de esas”.
—Dentro de seis meses, cuando nos vayamos, se las vamos a dejar —atinó a decir el jefe de la es-cuadra mientras señalaba, con la palma de su mano extendida, a la docena de lámparas que reposaban sobre la mesa.

— ¿Todas?

— Todas — respondieron los alfabetizadores al unísono.

Después de la cena hicieron una pequeña reunión.

— Los materiales de estudio no han llegado, en la casa municipal nos dijeron que los vamos a recibir hasta dentro de una semana, así que debemos dedicarnos a verificar si el censo es correcto, también vamos a aprovechar el tiempo para explorar los alrededores, debemos aprender a orientarnos por nosotros mismos, no podemos depender todo el tiempo de un baqueano, esta gente tiene que hacer sus labores cotidianas y nosotros no debemos atrasarlos.

— Ese asunto de explorar los alrededores... ¿Incluye también la casa de los duendes enamorados?

Todos se pusieron a reír, entonces el profesor guía los interrumpió.

— Debemos ser cuidadosos, no debemos entrar en conflictos, debemos respetar sus creencias y sus supersticiones.

— Eso quiere decir que... ¿No vamos a entrar a esas cuevas?

— No, no... Sí, a las cuevas si vamos a entrar, pero no mañana, ni pasado, primero debemos hacer amistades, que los niños nos enseñen el lugar... Y cuando ya sepamos cómo llegar y como regresar... entonces vamos a entrar... ¿Se imaginan lo que podríamos encontrar?... Pinturas rupestres precolombinas, cerámica, utensilios indígenas, restos de seres humanos que pudieron haber vivido aquí hace varios siglos, por no decir miles de años... sería un hallazgo fenomenal.

Durante varias noches el único tema de conversación era sobre el día en el que por fin entrarían en las benditas cuevas. Se decidió que sólo irían dos y que para seleccionarlos lo echarían a la suerte.

Cogieron una hoja de papel, la cortaron en pequeños cuadros, en dos de ellos escribieron la letra “X”, los doblaron y los metieron en una funda de una de las almohadas, la agitaron y después cada quien sacó un papelito.

Finalmente, llegó el día, y los dos suertudos salieron, justo después del desayuno, con dirección a las cuevas de los duendes enamorados. Pasaron las horas y fue hasta poco después del mediodía que los dos brigadistas regresaron.

— ¿Entonces?... ¿Qué encontraron?

— Nada.

— ¿Cómo así?

— Cada roca es atravesada por un pequeño canalito por donde brota agua, la forma de huevo de cada piedra hace que el líquido se distribuya de manera uniforme — hizo una pausa para encender un cigarrillo y después del primer sorbo continuó — sobre la superficie húmeda de cada monolito crece lama — y volteando la vista hacia los cerros — así es, señores... esas dos cuevas no son más que dos manchones de algas.

Los brigadistas entraron en la escuela totalmente decepcionados, al tiempo que, en sentido contrario a las cuevas de los duendes enamorados, se acercaba, a caballo, el campesino que les había servido de baqueano, los saludó con su mano alzada, desmontó y de inmediato procedió a aflojarle la cincha al caballo. Tras él venía un burro que cargaba una media docena de cajas de cartón.

— Aquí les mandan, me dijeron que son las cartillas, los cuadernos y los lápices.

Bajaron las cajas, las acomodaron en la escuela, pero nadie las abrió. Esa tarde ninguno de los brigadistas tenía el deseo de hacer algo. Todos se echaron en sus hamacas, uno de ellos encendió el radio y así estuvieron, escuchando música, hasta que llegó la hora de cenar.

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Himno de la Cruzada Nacional de Alfabetización
Autor: Carlos Mejía Godoy
1980

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Las Cuevas de los Duendes Enamorados

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