La Vida es una Colección de Recuerdos,
como una Colección de Estampillas Postales
Como mencioné anteriormente, mis padres, por un asunto meramente circunstancial, inconscientemente convirtieron un problema en una oportunidad y, en 1969, sin abandonar el magisterio, se convirtieron en libreros, en comerciantes.
En un inicio yo iba a “El Jardín”, una suerte de preescolar que estuvo ubicado de la gasolinera de El Calvario media cuadra al sur. Era una casa de dos pisos con balcones, una ridícula rareza en medio de la deprimente arquitectura chinandegana. Los pupitres eran de madera y cada niño tenía que cargar el suyo desde de la casa a la escuela. Recuerdo que la maestra tenía un gran lunar en la mejilla izquierda, no muy lejos de los labios.
Desconozco los criterios que motivaron a mis padres para matricularme, al año siguiente, en el Kinder Garden del Colegio Sagrado Corazón de Jesús, conocido popularmente en Chinandega como Las Bethlemitas. En aquellos días las Bethlemitas era un colegio para niñas, no sé si mi presencia fue un experimento con la intención de validar la viabilidad de hacer de dicho centro de estudios un colegio lo mixto, en todo caso fue un intento fallido, ya que mi presencia resultó ser una amenaza para los paradigmas del colegio.
Sucede que, en una ocasión, la monjita que estaba a cargo del Kinder organizó un “Cero Escondido”, yo había hecho amistad con Gladys Azucena Montealegre, una niña muy vivaz, traviesa y algo chimbarona. Gladys y yo estábamos emparentados, pero además de eso, su familia era muy amiga de la mía, lo cual facilitó nuestra amistad. El asunto es que ambos nos escondimos en un closet. | |
Recuerdo que ella era más baja que yo, pero aún así, para poder caber dentro del armario tuvimos que abrazarnos. Los minutos pasaban y ahí estuvimos abrazados, en una de esas, ella posó sus labios sobre los míos y me dio un beso, luego me dio otro, pero en esa ocasión no separó sus labios de los míos. Cuando finalmente se apartó me dijo – no sé qué tanto se besan en las películas – obvio, éramos dos niños de cinco años que no conocíamos, ni imaginábamos siquiera, la sensualidad oculta en el “French Kiss”.
Estuvimos escondidos en la oscuridad durante varias horas y nunca nos pudieron encontrar. Eventualmente los dos nos aburrimos y decidimos salir del encierro sólo para descubrir que el auditorio lo habían cerrado con llave que no había manera de salir por la puerta. Según nosotros el juego continuaba y decidimos no golpear la puerta ni llamar a nadie, sino que quitar las persianas de una de las ventanas y saltar a través de ella.
El plan resultó casi perfecto, si no fuera porque quebramos unas cinco o seis persianas. Logramos salir ilesos del accidente y nos dirigimos al salón del kínder, la monjita preguntó sobre nuestro escondite y nosotros le contamos, también nos preguntó qué fue lo que hicimos todo ese tiempo y Gladys inocentemente le contestó - Nos dimos unos besitos.
Casi al final de ese año escolar, las monjitas organizaron una velada artística y los de kínder hicimos la representación del famoso litigio del bebé en el que el Rey Salomón propuso partir por la mitad al infante. Por ser el único varón, pues a mí me dieron el papel del Rey Salomón. La velada tuvo lugar en un pequeño escenario que había en la cancha techada de voleibol, la presentación del kínder iba bien, tal y como habíamos practicado, pero cuando me entregaron al bebé sobrevino el desastre. Sucede que las prácticas las hicimos con nuestros uniformes de cada día, pero para la presentación nos vistieron con túnicas confeccionadas con tela satín y cuando pusieron el muñeco sobre mis rodillas, este se deslizó como en un resbaladero y cayó raudo, no sobre el piso del escenario, sino que directamente sobre el piso de la cancha. Para rematar, lo recogieron y cuando me lo dieron se volvió a caer. Después de las carcajadas nuestra presentación pudo continuar.
En 1970, no sé si por el muñeco caído, si por las ventanas quebradas o los besitos que Gladys y yo nos dimos, pero el asunto es que no regresé a las Bethlemitas.
Esto provocó una emergencia familiar, mis padres tenían que ir a trabajar, las deudas de la recién fundada Librería Funcional, y sus modestos ingresos de maestros, no les permitía costear los servicios de una china que me cuidara y fue así que terminé yendo a la escuela en donde mi mamá daba clases, la Escuela Pública Isabel La Católica, cariñosamente - La Católica.
La Católica quedaba de mi casa 15 varas al sur. La casa pertenecía a la familia Lola y ellos la alquilaban al Ministerio de Educación de aquellos días. Era una casa común y corriente, la típica casa solariega estilo cañón que solían construirse en las ciudades del litoral Pacífico de Nicaragua hasta inicios del Siglo XX.
Las casas estilo cañón son rectangulares o cuadradas, los aposentos dan a la calle y colindan con los vecinos. En el centro tienen un patio. La media agua del tejado es usada para formar plácidos corredores en donde se suelen colocar muebles, hamacas y otros enseres.
La Católica tenía tres grandes puertas, a cada puerta le correspondía un auditorio, los auditorios estaban divididos en dos secciones, cada sección era un grado y en cada grado habían unos diez niños. Las pizarras eran unas tablas de madera pintadas de negro y estaban dispuestas una frente a la otra, de tal manera que las maestras quedaban frente a frente y los niños de espalda al grado vecino. A cada costado, en los corredores, estaban dispuestos los demás grados, tres a cada lado. En cada pupitre cabíamos dos niños y la parte de adelante servía de asiento a otros dos, eran tres filas de pupitres alineadas de dos en fondo.
Yo tenía entonces seis años y, como dije con anterioridad, mi mamá me llevó a La Católica porque no había de otra. Ella era maestra de primer grado y yo aún no tenía edad para estar en primer grado, es decir que no tenía la madurez necesaria para que mi mamá fuera mi maestra, entonces la niña Maritza Núñez le dijo que me dejara con ella y fue así que el asunto se resolvió. | |
Por razones que me son desconocidas, aparentemente hubo una época cuando una buena cantidad de maestras practicaban una suerte de celibato, eran, lo que en aquellos días se solía llamar, "Niñas Viejas" y, por esa razón, como muestra de respeto, a todas las maestras se les daba el título honorario de “Niña”, aunque ya estuvieran casadas y con hijos. Es por eso que todas las maestras de La Católica eran “Niñas” – la niña Maritza Núñez, la niña Estrella Ramírez, la niña Lilliam Rodríguez, la niña Ligia Chávez, la niña Silvia Velásquez y mi mamá … la niña Tere Espinal.
En La Católica no había cafetería, sin embargo, algunas maestras vendían modestos refrigerios – auténticos popsicles con su correspondiente palito, bollitos de pan de piso untados con mantequilla y, mi preferido, los coyoles.
Los coyoles abundaban en aquella época y con ellos preparaban un delicioso almíbar de color rojo. En aquellos días no había bolsas plásticas ni ningún tipo de utensilio desechable, vos ibas al palo de almendra, recogías una hoja, la lavabas y la colocabas en la palma de la mano, la maestra, con una cuchara de jícaro, sacaba los coyoles de una gran olla de hierro esmaltada de color azul y motas blancas y los colocaba sobre el improvisado guacal. Uno primero daba cuenta del sirope procurando que no se derramara sobre el antebrazo, sólo entonces se procedía con la fibrosa pulpa. En el centro del patio había un enorme palo, dice mi mamá que era de níspero, la cosa es que al pie del níspero había dos piedras basálticas de río, una era bien grande, blanquizca y rectangular, sobre ella se colocaba el coyol y con la más pequeña lo golpeábamos hasta quebrarlo y poder así extraer la nuez. La textura de la nuez del coyol se parece mucho a la del coco, pero su sabor es más bien como el de las avellanas.
El patio era de tierra y en él no crecía pasto alguno, es decir que era ideal para jugar chibolas y trompo durante el recreo. En determinado momento de la mañana, dos niños se encargaban de barrer el patio con unas escobas de vara. Todo el mundo esperaba con impaciencia el día que le tocaba barrer, sucede que el patio no lo barríamos de la manera tradicional, sino más bien jugando, uno apoyaba la escoba sobre el abdomen y corría empujando hacia adelante las hojas que caían del níspero.
En aquellos días las escuelas públicas hacían actividades culturales con el fin de obtener fondos para el mantenimiento de las instalaciones. Recuerdo haber participado en dos de esas actividades.
La primera fue en el Teatro Aladino - el de los Grandes Espectáculos. En esa ocasión salí de mantudo. Tuve que aprender a tocar el juco, el chischil, a coordinar los sonidos y los brinquitos del paso del baile, además tuve que memorizar una copla. No fue fácil porque la máscara que me pusieron se me caía. Cada mantudo tuvo su momento, nos colocábamos frente al micrófono y recitabamos nuestra copla, la cual era celebraba por la audiencia con aplausos y carcajadas.
La segunda fue el 12 de octubre en conmemoración del día de la raza.
En esa ocasión representamos el famoso diálogo entre el cacique Nicarago y Gil González Dávila, pero a diferencia de lo que la historia nos dice, "nuestro encuentro" no fue pacífico, ya que hubo una trifulca de tal magnitud que las maestras tuvieron que recurrir a las varas para poner el orden. Sí, en aquellos días el castigo físico, no sólo era una práctica común, sino que además era aceptada por la sociedad.
Se suponía que mi asistencia a clases no era oficial, que simplemente tenía un lugar asignado para que la niña Maritza me cuidara, pero un día de tantos ella le dijo a mi mamá ... el próximo año hay que ponerlo en segundo grado, porque el muy bandido aprendió a leer y a escribir.
El segundo grado ya no lo cursé en La Católica, sino que en el Colegio San Luis Beltrán de Chinandega, pero esa es otra historia.
1 comentario:
Muy buena la publicación! Me hizo reír mucho! Recién la puedo leer. Continúa escribiendo, tienes mucho talento
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