(al colegio San Luis Beltrán de Chinandega)
Al salir de su casa se detuvo en el lintel, observó su lujosa 4x4 e instintivamente metió sus manos en el bolsillo derecho buscando las llaves, iba a sacarlas, pero cambió de opinión, ya que decidió llegar a su viejo colegio sin ningún tipo de vanagloria, ni vanidades. |
La otrora apacible calle, en donde ocasionales co-ches tirados por caballos interrumpían los partidos de beisbol, estaba atestada por el tráfico de todo tipo de vehículos modernos, motos, camiones, unos cuantos peatones y un cachimbo de triciclos.
Se detuvo en la esquina de su casa y recordó aquellas interminables jornadas de deporte calle-ero. El beisbol de la calle se jugaba a la mano, con pelota de hule y sólo tenía tres bases, primera, segunda y home. Trató de recorrer las bases imaginariamente.
La cicatriz en el asfalto que hacía las veces de home había sido recarpeteado a saber ya cuántas veces.
La primera era la esquina de mama Tecla, una casa de madera construida mucho antes de que el camino que delimitaba la ciudad, y que la gente la llamaba La Ronda, se convirtiera en una calle más. Ahora, en la esquina de mama Tecla, hay un moderno edificio de dos plantas que aloja una clínica.
La segunda era aquel viejo y verdoso poste de pino que sostenía los cables del tendido eléctrico en la esquina opuesta, el poste había quedado un metro dentro de la calle porque fue instalado antes de que la pavimentaran. Ese poste tampoco está, fue reemplazado por uno de concreto que sí fue colocado en la ubicación correcta..
La pared del beisbol inglés seguía intacta, pero las huellas de las pelotas fueron borradas por varias manos de pintura. El “Bateador” lanzaba la bola de hule contra la pared y el que “Servía” debía atraparla, se anotaba una carrera si la pelota no era atrapada — “foul al aire es out” — recordó mientras trataba de distinguir, a través de la gruesa capa de asfalto, los rastros de las zanjas que dejó el alcantarillado y que servía para visualizar la zona fair.
En la calle de ahora no hay niños jugando beisbol, ni bailando trompos en alguna épica mancha brava vespertina, hay ladrillos en el otrora piso de tierra que idealmente servía de plazoleta para jugar chibolas, tampoco hay quien encumbre lechuzas, la verdad es que ya nadie fabrica lechuzas.
Fue entonces que recordó la canción “Il ragazzo della via Gluck”.
— ¡Celentano!... ¡Sos un profeta! — se lamentó en voz alta, casi gritando.
Volteó la vista al sur y vio los adoquines en donde una vez un empedrado pretil desaguaba las aguas de las lluvias, también vio a los cancerosos módulos comerciales en donde una vez estuvo la escuelita del maestro Moncho.
Recordó la mañana en que el collie de los Meléndez se abalanzó sobre él y se llevó el pan recién horneado que había comprado en la panadería de la esquina. La panadería sigue en la esquina, la casa sigue siendo de madera, pero el pan ya no es esponjoso, ni fragante.
Dobló hacia el norte, observó el lujoso supermercado y con algo de imaginación fue identificando las viejas casas que ya no estaban — la tortillería de doña Margarita, la venta de doña Tina y de don Payo, un viejo y amable matrimonio que por alguna desconocida razón no pudieron procrear. Al lado de la pulpería estaba la sorbetería de doña Ester, la mamá de David.
Todos los días, después de clases, David salía con su carretón a vender sorbetes de fresa y de vainilla. David se paraba en las esquinas y hacía sonar una campanita, igual a las que se usan durante la misa, entonces los niños salían y le compraban un sorbete, los cuales eran coronados con una cucharada de chocolate — “Increíble, tanto tuve que estudiar para poder resolver el misterio de cómo es que doña Ester podía hacer sorbetes en medio del bochorno de la ciudad” — pensó mientras caminaba por su viejo vecindario.
Al llegar a la esquina pudo ver el gran estacionamiento del supermercado en donde una vez estuvo la única hielera de la ciudad. En esos tiempos las refrigeradoras eran de gas, una rareza, un lujo que únicamente los del Centro se podían dar. Hoy en día todo el mundo tiene una refrigeradora eléctrica y, lo que antes era un lujo, ahora es una necesidad.
Llegó a la gasolinera y recordó cuando los frenos de la bicicleta le fallaron y que, para evitar ser atropellado por uno de los camiones de la hielera, tuvo que acelerar y que por ello terminó estampado en la cuneta de la calle de enfrente, lo que provocó que el ring de la pequeña llanta delantera de su bicicleta Chopper se deformara. En ese entonces, únicamente en la tienda de los Alonzos vendía bicicletas, ahora las podés encontrar en cualquier abarrotería de barrio.
Dobló hacia el este, a partir de ese momento el recorrido se tornó monótono, ya no estaba en su vecindario, pero igual, la calle que solía recorrer en su infancia es otra, ahora es un patético remedo de urbanismo.
Ya no estaban los billares de La Mona, ni la tienda del turco, ni la dryclean del chino, ni la farmacia de la tía Rosita, ni la escuela Nuestra Señora del Socorro. En la actualidad solamente la pueblan unos grandes cajones de bloques y cemento en cuyos interiores ofrecen todo tipo de bagatelas, bagatelas que nadie compra. Sólo son cajones de bloques y cemento llenos de aire a los que la gente les ha dado por llamar módulos.
Estuvo tentado en montarse en un triciclo para huir de la deprimente arquitectura modular, pero pensó que llegar de esa manera no estaba acorde con la ocasión, así que continuó a pie.
Llegó a El Chorizo. Le llaman así a ese sector porque se trata de una romería de fritangas que pululan a ambos lados de la calle, la cual se prolonga por dos cuadras y con una fuerte tendencia a extenderse a una tercera.
Mientras atravesaba la alameda de fritangas, recordó a su gran amigo de universidad, Stephen, quien después de comer decía — “Hay que comer para vivir y no vivir para comer" — finalmente llegó a su amado colegio.
En donde una vez hubo una ristra de gigantescos malinches, ahora hay un estacionamiento. Otra vez recurrió a su imaginación para recordar la malla ciclón a través de la cual los Peludos vendían raspados y hot dogs.
Eran dos raspaderos y un hogdosero, era la época del pelo largo, de los pantalones campanas y de los tacones de dos pulgadas, casualmente, por lo del pelo largo, a todos los vendedores ambulantes les decían Peludos, aunque se rasuraran al estilo guacal.
Se detuvo al llegar al portón, la puerta peatonal estaba abierta y la atravesó, a su encuentro salió un guarda de seguridad, se identificó y el guarda lo hizo pasar a la recepción.
La recepción es una moderna, pulcra y austera oficina que se eleva en donde una vez estuvo el estacionamiento de las bicicletas.
A los pocos minutos llegó una profesora, lo saludó y lo llevó a un aula de clases en donde lo espera-ban unos treinta alumnos del onceavo grado.
Los frailes dominicos de su colegio dejaron de usar sotana cuando él estaba en cuarto grado, le causó mucho agrado observar que los frailes de hoy en día nuevamente vestían sotanas — “Así es como debe ser, si los policías usan uniforme, pues que los frailes usen sotanas” — pensó mientras se enrumbaba al auditorio.
Al entrar, todos los jóvenes se pusieron de pie.
— Buenos días.
— ¡Buenos días! — respondieron los estudiantes.
— Profesora, no sé cómo sea ahora, pero en mis tiempos, antes de iniciar, nos persignábamos, ¿y ahora?... ¿Cómo es?
— Igual — respondió la profesora.
Entonces extendió su mano derecha invitando así a la maestra para que dirigiera la oración, ella, sin esperar, se colocó en el centro del aula.
— En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
— ¡Amén! — respondieron en coro los alumnos.
Entonces fue la profesora quien extendió su mano en señal de invitación. Él avanzó y confianzuda-mente se sentó sobre el escritorio.
— Me llamo Sebastiano, estudié en este colegio hace cincuenta años, después fui a la universidad y me gradué de ingeniero, tengo treinta años de experiencia profesional — hizo una pausa y conti-nuó — pronto se van a bachillerar y van a tener que tomar la primera gran decisión de su vida.
No sabía si el silencio era un asunto de disciplina o si su presencia los intimidaba.
— La pregunta que a todos nos suelen hacer cuando estamos a punto de bachillerarnos es… ¿Qué vas a estudiar?... esa pregunta es buena, pero no es la mejor porque no formula el problema adecuadamente, personalmente a mí me gusta la siguiente pregunta… ¿En dónde, y qué tipo de servicio me gustaría prestarle a la comunidad?... a ver, quiero diez voluntarios que respondan esa pregunta.
Inicialmente, los niños se mostraron tímidos, pero, conforme los primeros fueron respondiendo, el ambiente se fue animando y, al final, los treinta terminaron exponiendo sus expectativas, una mezcla de deseos y, en algunos casos, hasta fan-tasiosos sueños.
— ¡Excelente! — Exclamó el ingeniero visiblemente entusiasmado — bien, ya sabemos qué servicio quieren prestarle a la comunidad, ahora la si-guiente pregunta que deben responder es… ¿Qué debo hacer para poder alcanzar ese objetivo?
Todos los niños empezaron a listar lo que ellos pensaban que tenían que estudiar para poder rea-lizar aquello que les gustaría hacer.
— ¿Vieron?... no fue tan difícil después de todo.
En ese momento uno de ellos levantó la mano.
— ¿Sí?
— Ingeniero Sebastiano… ¿Y sintió usted alguna vez el llamado? ¿Consideró alguna vez entrar al seminario y ordenarse sacerdote?
— Joven, esa es una buena pregunta — guardan-do silencio se paseó por entre los pupitres, la pre-gunta era difícil para alguien como él, que, a pesar de ser creyente, abogaba por una sociedad secular, pero, por otro lado, tampoco deseaba, ni quería desalentar a nadie en tan dramática y muy personal decisión, fue entonces que, como una suerte de epifanía, recordó su último campamento scout con fray Enrique.
— El fray Enrique de mis tiempos era el scouter de la tropa del colegio y, en el último campamento que tuvimos, uno de nosotros le hizo esa misma pregunta, entonces él nos contó la historia de la experiencia mística que lo llevó a tomar la decisión de ordenarse sacerdote.
“— Yo era joven y era miembro de los Balillas, en otras palabras, era Falangista… un Fascista de la España de Franco… en una ocasión fui a marchar en contra de unos mineros que estaban en huelga.
— Fray Enrique… ¡Usted fue un esquirol!
— Sí, yo fui un esquirol.
Todos los scouts de la tropa de fray Enrique, llenos de una incrédula sorpresa, guardaron un absorto silencio.
Fray Enrique se acercó al espejo que colgaba del asta de la bandera de la tropa, buscó el mejor ángulo de luz y, con su afiladísimo machete, empezó a afeitar su canosa, pero tupida barba mediterránea.
— Sí… yo era un esquirol, la marcha pronto se tornó violenta y empezamos a repartir garrote a los mineros, en eso, uno de ellos cayó a mis pies y yo lo empecé a patear, le di una patada tras otra, en la cabeza, en el abdomen y en la espalda.
Fray Enrique guardó silencio mientras se afeitaba la zona del bigote y después prosiguió.
— Estaba yo pateando al minero y me detuve para tomar algo de aliento, en eso el minero me volteó a ver y me dijo — "Quique… ¿Por qué me golpeas?... ¿Acaso mi crucifixión no fue suficiente?" — me tambaleé y me fui de espaldas, pero no me caí.
Fue así que supe que ese minero era el Cristo en persona. Entonces salí corriendo a buscar a mi confesor, él me llevó al convento de los dominicos y de ahí me mandaron al seminario… y ahora aquí estoy, con ustedes. Oremos. Padre Nuestro que estás en los cielos…”
Todos los niños guardaron silencio, Sebastiano esperó unos segundos y después continuó.
— La cosa es que al escuchar ese relato yo supe que no estaba destinado para la vida religiosa… simplemente porque, además de mi apetito por la física, yo no había tenido una experiencia mística como la de fray Enrique.
— ¿Y cómo fue que usted decidió ser ingeniero? — preguntó uno de los jóvenes.
— Esa es otra buena pregunta, tenía miedo que nadie la hiciera... estudié ingeniería por un asunto de la Selección Natural.
— ¿Selección Natural? — inquirió otro.
— ¿Profesora?
— Ellos aún no han visto ese tema — respondió la mujer un poco avergonzada.
— Bien, entonces trataré de explicarme de una manera más sencilla.
Se rascó la cabeza, después se tronó los dedos, se quitó los anteojos y los empezó a limpiar con una servilleta que tomó del escritorio.
— Voy a contarles lo que casualmente me pasó cuando venía de regreso de ese campamento… Habíamos recorrido, a pie, unos cuarenta kilómetros alrededor de los volcanes, venía sucio, hediondo, con mi mochila y mi bordón… ya casi al llegar a mi casa vi a una muy buena amiga de la infancia que estaba sentada en la cuneta… la chinita tenía un chimón en la rodilla y lloraba, le pregunté qué es lo que había ocurrido, me contó que la cadena de su bicicleta había saltado de las estrellas, que se había trabado y que por eso se cayó… pero ella lloraba no por el chimón, sino porque no había podido colocar la cadena en su lugar… la cadena se había trabado y mi amiguita pensaba que la bicicleta se había arruinado… entonces vine yo y, al quinto o sexto intento, logré liberar la cadena, la coloqué primero alrededor de la estrella pequeña, después sobre el lomo de la estrella grande, hice girar el pedal y la cadena quedó en su lugar… la chinita se levantó eufórica, me abrazó efusivamente y me dio un infantil, pero muy enérgico beso en la boca… en ese momento me dije — “voy a ser ingeniero y me voy a casar con la chinita”.
— ¿Y se casó con la chinita?
— No, pero gracias a ese evento, totalmente fortuito… hoy soy ingeniero.
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