martes, 11 de marzo de 2025

Me salvé de El Loteriazo

Escritos en Nicaragua
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y
su bitácora

Me salvé de El Loteriazo

Abril de 1979. Yo era un chavalo casero, hijo de dominio, de aquellos que todavía esperaban la llegada del Niño Dios y los Reyes Magos de oriente; de los que no perdían de ver ni un solo programa de Chespirito, del Hombre nuclear, de Sam el rey del judo y el inspector Ardilla; de los que esperaban, paciente y silencioso, los 5 pesos para el matiné como premio a la atención prestada en la homilía del padre Daniel Pérez durante la misa dominical. Incapaz de contradecir las decisiones de mi madre; de exigir más allá de lo estipulado para la merienda escolar; de acostarme después de las nueve de la noche sin lavarme las manos, cepillarme los dientes y rezar convincentemente, la oración al ángel de la guarda. Ese chavalo era yo. En mis vacaciones jugando chibola y trompo con David Mairena (Chentillo), Alvaro Solórzano, Eduardo Romero, Jorge Toruño y todos los demás amigos del barrio; con la seguridad de escuchar a las doce en punto, el grito de mi madre llamando a almorzar. No necesitaba portar dinero, el pozol de las diez de la mañana siempre estaba fijo. Mi abuelo ponía a libre disposición de sus nietos: cajetas, bollos de leche, melcochas, cola de mico, suspiros y frutas variadas; de tal manera que en los bolsillos de mi pantalón chingo, como era la costumbre vestir, jamás se encontraba una moneda y mucho menos un billete.

Mi padre enfermó y tuvo que ser internado en el viejo hospital de Chinandega. Su padecer exigía como parte del tratamiento, una dieta rigurosa que el hospital no proveía en esos días, por lo que mi madre se encargaba de enviar a cualquiera de sus hijos a dejar los alimentos. Era un sábado, pasaba ya el mediodía, cuando recibo la orden de mi progenitora de llevar una sopa caliente y una bolsa conteniendo enseres personales. Mis dos manos estarían ocupadas. Vestía mi camiseta favorita que tenía estampada al frente, la imagen de Lee Majors (The six million dollars man), un pantalón corto de gabardina que en su bolsa trasera alojaba mi vieja cartera con un billete de dos córdobas, que representaba el pago del taxi por si acaso me sorprendía el anochecer en la calle. Sobre la camiseta lucía una cadena de oro, regalo de mi abuelo Manuel, la cual era perfectamente visible. Cuando llego a la esquina norte de mi casa y giro hacia el oeste, frente a la casa de Raúl Somarriba (La iguana pelada), me detiene un hombre de unos cuarenta años, de bigote ralo, su forma de hablar y vestir era de un campesino, y me dice:
—Mirá chavalo, ayudame, fíjate que tengo este billete de lotería premiado, no conozco Chinandega, y, como no se leer ni escribir, tengo miedo de que me roben el dinero porque no se contar los billetes. ¿Vos conocés donde queda la agencia de la lotería? Si me ayudas te voy a reconocer unos billetitos.

—Creo que queda por la Gasolinera Shell, allá por los bancos. Dije sin preocupación. 

En ese momento se acerca otro tipo, más joven, de aspecto urbano, y se suma a la conversación,

—Ayudemos al señor chavalo, él no sabe leer y no conoce Chinandega, le pueden robar el premio que se ganó, no lo dejemos solo. Yo conozco la agencia de la lotería, vamos…

Sin preocupación alguna regresé la cuadra recorrida, pasamos frente a mi casa en dirección al sur. El segundo tipo se mostraba muy solidario con el mentado analfabeto, e insistía que por el Hotel Aniram existía una agencia. Yo no iba temeroso, el gusano de la avaricia no se había alojado en mi mente, pensaba que podría ayudarle al necesitado. Caminamos dos cuadras más, y cuando pasábamos frente al antiguo comedor El Granadino yo me detengo y, todavía lleno de inocencia, les digo que en ese sector de la ciudad no se encuentra la oficina que buscamos, y que posiblemente no esté abierta al público por ser sábado por la tarde. Detuvimos la marcha, de un bolso pequeño de cuero, el favorecido que fingía desconocer todo, extrajo unos papeles y dirigiéndose al bondadoso acompañante le dijo:

—Amigo, vaya usted primero y cambie medio billete, pero me va a dejar algo de valor como prueba de honradez. Aquél sacó su cartera y le dijo que contenía mucho dinero. 

—¡Cuidado le roba…! ¡Cuente los reales que le dejó! Insistí con firmeza. El hombre tomó la billetera y sin ocultar su incuria, la guardó en el salbeque.

Veinte minutos después aparece el mensajero, y envuelto en papel periódico le entrega tres fajos de billetes de dos córdobas.
—Allí tiene veinte mil pesos, le dijo el enviado.

—¡No señor, le está robando, allí solamente tiene seiscientos córdobas…! Dije enérgicamente.

—Está completo, muchas gracias… Aquí tiene mi agradecimiento... Dijo mientras sacaba unos billetes del fajo que recibió recientemente.

—Ahora vas vos chavalo. Me dijeron en coro.

—Yo voy a ir, deme el billete de lotería, pero este señor no le entregó lo completo, allí no hay veinte mil pesos. Repetí.

— Tenés que dejarme una prueba de honradez antes de ir…

—¡Yo no le dejo nada…! ¡Si usted desconfía de mí, que vaya él otra vez! Dije nuevamente sin dar un paso más.

—¿Andás reales? ¿Qué me podés dejar?

—Solo ando dos pesos en la cartera para pagar un taxi...

—Entonces déjame la cadena, me dijo intentando agarrarla de mi cuello.

—¡Yo no te dejo nada…! Repetí mientras retrocedía unos pasos.

—¿Entonces…? ¿No te querés ganar unos billetes?

—¡Usted es tonto…! Le dije ¡Este señor le robó y usted no hace nada, mejor me voy a mi casa...! Respondí.

Viendo la causa perdida, el supuesto amigo del campesino intenta nuevamente agarrar mi cadena, y, sin querer, yo le puse la olla caliente en la mano y se retiró unos pasos. En ese momento, para mi suerte, sale de su casa doña Socorro Montano y me dice:

—Gallito ¿cómo sigue tu papa?

—Está mejor doña Coco, ahorita voy al hospital a dejarle esta sopa.

—¡Saludame a tu papa! Dijo don Carlos Alemán que se asomaba por la puerta detrás de la señora.

Los estafadores fallidos, con disimulo, se retiraron cruzando la calle. No quiero imaginar lo que pudo suceder si en ese momento hubiera permanecido solo con los desconocidos. Llegué al hospital, y mientras mi padre disfrutaba su almuerzo, yo le contaba con lujo de detalles lo sucedido.

—¡Eso se llama el Loteriazo! —Asustado me dijo: ¡Gracias a Dios que no te hicieron daño! ¿Te siguieron?

—No papa, todo bien, ellos se fueron hacia el sur.

—Mirá, eso le pasa a la gente que, con avaricia, acepta ir a cambiar un billete falsamente premiado con la promesa de darte una recompensa y cuando regresan al lugar, no hay nadie, se llevaron lo que dejó en prenda. Obtener dinero fácil siempre es peligroso. No te vayas tarde, para un taxi y te vas a la casa. Cuidado volvés a andar de baboso que te pueden joder. ¡Andá quítate esa cadena y se la dás a tu mama!

La visita transcurrió entre regaños y consejos. Me abrazó varias veces con los ojos húmedos. Hasta ese momento comprendí el peligro que pasé. Jamás tuve avaricia, eso me salvó, mi pensamiento siempre fue ayudar al campesino analfabeta sin esperar nada, lo juro. La cadena permaneció en el ropero de mi madre muchos años. De esta experiencia pude entender que el dinero fácil es peligroso, no confiar en extraños, y, sobre todo que no es tan malo ser chavalo baboso.


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4 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente narativa!
Una gran lección de la vida !

Anónimo dijo...

Muy buena historia y excelente lección de vida.

Anónimo dijo...

Interesante relato

Donald Jarquin. dijo...

Yo siempre convencido de la gran capacidad narrativa y redactora de mi hermano Gerardo. El libro espera amigo, será tu proxima parada!!!
Me quedé con la inquietud de saber que fin tuvo la cadena que querian le dejaras como grantia. Todavia existe Gerardito??