domingo, 7 de julio de 2024

El Jota Ese, el Garand y el Helicóptero Chinook


El joven acomodó la canana alrededor de su cuello de tal manera que pendiera sobre su torso — “seis peines, cuarenta y ocho tiros, cincuenta y seis con el peine que está adentro” — fue el inventario del parque que hizo mentalmente mientras tomaba el pesado Garand que le fue asignado al llegar al pueblo.

Inclinó su cabeza a la izquierda y a la derecha hasta destrabar las vértebras de su adolorido cuello —
“¿Cuánto tiempo se puede resistir con cincuenta y seis tiros” — meditaba mientras terminaba de espabilarse — “a tres tiros por minuto, más o menos una media hora, más que suficiente para alertar al pueblo de cualquier ataque” — especuló como para darse ánimo.

Sacó el peine del arma y lo volvió a meter, ese era el protocolo que debía seguir para verificar que el viejo fusil se encontraba en buenas condiciones. Tuvo el cuidado de confirmar que la recámara se encontraba vacía, después de todo no había indicios de actividad irregular y no era necesario andar bala en boca. Volteó la cabeza y, con algo de envidia, vio como sus compañeros dormían sobre el suelo de barro, unos sacos de bramante les servían de colchón — “a las dos de la mañana, aquí y en la Cochinchina, más que el amanecer, el duro piso sí que es una tremenda tentación, especialmente después de una jornada de veinte y cinco kilómetros a pincel” — pensó, mientras sacudía con algo de gentileza el hombro de uno de los muchachos. El aludido se levantó, vio como el otro quitaba la tranca, abría la puerta y cruzaba el lintel para ir a cumplir con sus dos horas de guardia nocturna.

— Jota Ese, cuidado te dormís que la agarrás del cuello — le advirtió su soñoliento camarada.

— Que soñés con los angelitos — respondió el chavalo mientras se alejaba despaciosamente.

El pueblo era fronterizo con Honduras y todos sus habitantes dormían confiados, la calma era total, es más, hasta los gallos dormían plácidamente en los gallineros de los patios. Iba despacio, ni siquiera los grillos rasgaban el profundo silencio de esa madrugada, el único sonido que lograba distinguir era el chasquido de sus botas que, con la sutileza del caso, inevitablemente machacaban las piedras del balastro de la calle.

Fijate que el Garand es como un hoyo — dijo con la boca cerrada, pero moviendo los labios y la lengua.

De inmediato reprimió el natural deseo de hablar a viva voz y empezó a refunfuñar mentalmente — “Modesto se equivocó, el Garand es una pesada raja de leña" — se detuvo, mecánicamente dirigió la mirada a la profundidad de la noche solamente para cerciorarse una vez más de que nadie transitaba por las calles, las bancas del parque estaban vacías y cerrados los tramos del mercado. El pueblo estaba en paz y dormía a pierna suelta.

Caminaba sin prisa y hasta algo distraído —"no soy un soldado, ni siquiera ando en plan de miliciano o reservista… que las AK sean para los soldados, eso está bien… pero estoy seguro de que así como sacaron un Garand de la bodega… así bien pudieron darme un M16 o un Galil… pero no, este palo viejo fue lo que me dieron… bueno, por lo menos no me dieron uno de esos VZ de mierda” — entonces empezó a recordar los días en que junto con otros chavalos del barrio aprendió a desarmar el Garand — “Entre todo los fusiles, este Garand es la ley, el cañón de su calibre tiene treinta cero seis” — cantó mentalmente mientras se acercaba a su puesto de guardia.

La Casa de la Juventud estaba a unos trescientos metros de distancia, lo cual permitió que sus ojos se adaptaran plenamente a la oscuridad mientras caminaba. El firmamento estival estaba azulosamente diáfano gracias a las argentinas tonalidades del plenilunio, las estrellas palpitaban con inusitado vigor, alternando caprichosamente sus destellos, en ocasiones rojizos y en otras de gatuno verdor.

— ¿Quién vive?

— Piedra pómez.

— Adelante cantera.

Había llegado a tiempo, a las dos de la madrugada, y con ese breve y cuasi silencioso diálogo daba inicio su guardia nocturna, la cual terminaría a las cuatro. Se arrimó a un grueso malinche y se acomodó entre sus raíces, improvisando de esa manera una suerte de pozo tirador.

Recordó con vergüenza la primera vez que hizo guardia nocturna, de eso hacía ya poco más de año, recordó que se tendió sobre el suelo, que tuvo un ataque de ansiedad, que a media guardia tuvo deseos de orinar, que por miedo no se puso de pie, sino que giró sobre su cuerpo y así, acostado, vació su vejiga.

No es que ahora se haya vuelto valiente o que no estuviera consciente de los riesgos, sino que simplemente no había indicios de que por el municipio transitaran bandas de ex guardias somocistas, así que un ataque era más que improbable. Sabía que lo de Georgino Andrade, en la alfabetización, había sido un hecho aislado, algunos hasta especularon de que quizás pudo tratarse de un asunto pasional, uno nunca sabe, en el campo, el desahogo de las pasiones son primitivamente emotivas. La verdad de las cosas es que tantas veces había estado esperando un ataque que, al no producirse nunca, le daba la sensación de que, al menos esa noche, no pasaría nada fuera de lo común.

El paisaje nocturno parecía una fotografía de Ansel Adams, las siluetas y las sombras estaban como congeladas, no soplaba el viento y por eso nada se movía y, al no haber movimientos, tampoco había sonidos, lo único que escuchaba era la lejana chicharra del tinnitus que padecía a consecuencia de una antigua infección en el oído. A pesar de ello, estaba sin una pizca de sueño.

De pronto escuchó los chasquidos de piedras que eran descuidadamente pisoteadas — “alguien viene” — se dijo así mismo.

— ¿Quién vive?

— Piedra pómez.

— Adelante cantera.

— ¿Entonces Jota Ese?… ¿Qué onda?

— Tranquilo como Camilo.

— ¿Aburridito y con sueñito?

El Jota Ese ya no respondió, se limitó a estrechar la mano de su relevo — “¡Qué rápido pasaron estas dos horas!” — se dijo y en silencio marchó hacia la Casa de la Juventud, en donde rápidamente pudo conciliar el sueño. 

Seis eran los jóvenes voluntarios que estaban apostados en la Casa de la Juventud, el político del pueblo estaba a cargo de ellos, pero a decir verdad no tenían una tarea definida y, durante el día, lo único que hacían era caminar por las veredas, tres horas de ida, por una trocha, tres horas de regreso, por otra.

A las seis de la mañana el pueblo empezaba a animarse, lo que daba por concluida la diaria alerta nocturna. A las seis y media la cocinera les daba el desayuno y a las siete empezaban a recorrer los bucólicos parajes fronterizos de San Francisco del Norte.

Eran dos grupos de tres cuyos integrantes se alternaban de tal manera que cada vez sus miembros eran diferentes.

Ese día al Jota Ese le tocó acompañar en la caminata diaria a los que eran conocidos como el Sauceño y el Quezalguaque. Ninguno de ellos era jefe de otro, es decir, que todos eran subordinados de todos y las decisiones de que hacer y qué no hacer, a donde ir y a donde no, eran tomadas después de un breve y fraterno diálogo.

A las diez de la mañana llegaron a un cruce de caminos que era dominado por un enorme palo de tamarindo, la trocha era bordeada por un cerco cuyos postes eran retoños de jocotes que se perdían en la soleada serranía de lo que es conocido como el corredor del bosque seco. La sombra del imponente árbol era la perfecta invitación para descansar y los tres se sentaron en los brazos de las enormes raíces que les sirvieron de banquetas.

— No entiendo lo que estamos haciendo aquí, lo único que hacemos es caminar… no somos soldados guarda fronteras, no somos milicianos… andamos de civilianos y lo único que hacemos es cargar de arriba abajo estos chunches viejos que hace dos años los GNs dejaron abandonados en el cuartel — comentó el Jota Ese.

— Lo que pasa es que vos sos un diecinueve de julio y nunca has andado en la runga — respondió el Sauceño.

— Sigo sin entender — replicó el Jota Ese.

— Mirá, estas jornadas son para formar nuestro carácter y fortalecer nuestra disciplina — respondió nuevamente el Sauceño — además, si algún día te toca runguear te vas a dar cuenta de que en la runga se camina más de lo que se combate… estas son jornadas de formación de carácter, de disciplina y de entrenamiento físico — concluyó el Sauceño. 

— ¡Miren!... en aquella rama se asoma un garrobo… ha de pesar unas tres libras… es mío, yo lo vi primero — dijo el Jota Ese entusiasmado.

— Es del que lo apee — ripostó el Quezalguaque.

— Vamos a hacer un tiro cada uno, en orden, será del que le pegue… como el Jota Ese fue el que lo divisó, él va a ser el primero — propuso el Sauceño, nadie dijo nada, aceptando todos, tácitamente, la propuesta.

El Jota Ese se acostó boca arriba, propiamente bajo la rama por la cual asomaba el animal, apoyó la culata de su Garand sobre la clavícula derecha, puso la mira en dirección a la cabeza del reptil, respiró profundamente y disparó hacia el cielo. Los tres observaron como el desdichado garrobo volaba por los aires hasta caer muerto a un par de metros de ellos. 

— ¡A la gran chúrica!… ¡Al primer tiro!... ¡Clase pulso! — exclamó con alegría el Quezalguaque.

— Suerte de principiante — atinó a decir con algo de envidia el Sauceño.

— Va a ser nuestro almuerzo de mañana… el de nosotros tres — dijo el Jota Ese mientras recogía su presa.

Siguieron descansando más o menos por una hora, después de todo tenían que recoger fuerzas para la jornada de regreso. 

El Quezalguaque fue el primero en levantarse, estaba cortando los agridulces y aciruelados frutos del jocotal cuando se percató que desde la profundidad del azul horizonte volaba una nave. Iba del este a sur oeste, era obvio que el objeto se encontraba en el espacio aéreo hondureño, pero también era obvio que, de seguir ese curso, terminaría cruzando la frontera, entonces los tres, instintivamente, en busca de refugio, se colocaron bajo la sombra de aquel enorme tamarindo y, desde ahí, observaron como el pájaro de metal de poquito en poquito se les acercaba. Minutos después lograron determinar la forma del aparato.

— ¡Es un helicóptero! — dijo el Sauceño.

— Sí, es un Chinook, para las tropas aerotransportadas y traslado de pertrechos — y después de una pausa continuó — ha de ser de lo meros yanquis — concluyó el Jota Ese.

— ¿Y vos como sabés? — preguntó el Quezalguaque con inquisidora incredulidad.

— En el batallón de reserva he estado recibiendo algo de entrenamiento antiaéreo — respondió el Jota Ese.

— Entonces ¿es yanqui? — preguntó el Sauceño.

— Afirmativo — respondió el Jota Ese con cierto aire castrense.

El Jota Ese colocó su garrobo en el suelo, inmediatamente después revisó la recámara de su Garand y se encaminó al claro del camino, en eso el helicóptero cambió su rumbo, se puso en línea recta hacia ellos y se acercaba, despacio, pero se acercaba. Era imposible saber si aún se encontraba en territorio hondureño o si ya había cruzado la frontera. 

Transcurridos unos breves minutos el helicóptero se puso a tiro, a unos trescientos o cuatrocientos metros de los chavalos, el ángulo y la distancia facilitaban la posibilidad de que los Garands montaran una exitosa emboscada. El Jota Ese tomó su fusil, se acercó a un palo de jocote y utilizó como mampuesto un gancho de una de las ramas, sólo entonces empezó a apuntar hacia la nave.

— Lo tengo en la mira — dijo el Jota Ese mientras sostenían con firmeza su viejo fusil.

Ya había demostrado su buena puntería, las probabilidades de que fallara eran bajas, los otros dos guardaban silencio al tiempo que contenían nerviosamente la respiración.

— ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! — gritó a todo pulmón el Jota Ese, para después bajar el arma y recostar la culata sobre el piso.

— ¿Y diay loco?... te achantaste… clase raya la que te hubieras apuntado — le reclamó el Sauceño.

— Disciplina bróder, esto se llama dis-ci-pli-na — y después de guardar silencio por unos segundos — no voy a ser yo quien le declare la guerra a los gringos — concluyó el Jota Ese quien después no hizo más que cortar y comerse unos cuantos jocotes sazones.

Los otros dos no sólo lo imitaron, sino que además procedieron a atiborrar sus gorras con cuantas frutas pudieran caber en ellas.

El Jota Ese se acomodó la canana, recogió su garrobo y se lo dio al Quezalguaque, colgó el Garand sobre su hombro derecho en posición de marcha, en su mano izquierda sostenía su gorra llena de jocotes y, después de escupir una semilla... 

—¡Munús! — les dijo a sus compañeros y empezaron a caminar de regreso al pueblo .

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El Garand
Guitarra Armada
Carlos & Luis Enrique Mejía Godoy
1979
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El JS, el Garand y el Helicóptero Chinook
Relatos Cortos de Noé Palacios

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