a la memoria de Lizandro Chávez Alfaro
La casa era una de esas que se fabrican bajo un mismo plano en las urbanizaciones clase media, al frente tenía un pequeño cobertizo bajo el cual habían acomodado dos sillas mecedoras abuelita y, entre ellas, una rústica mesita de madera pintada con un estridente celeste cielo. |
Al lado izquierdo de la casa había un zaguancito que era utilizado por el tendero de ropa. A los costados se elevaba una pequeña pared de celosía clásica que servía como verja delimitadora de la propiedad. Al haz de la terraza, y extendido lo largo de toda la casa, crecía un seto de flores de avispa rojas, mientras que al frente, entre el seto y la acera, se extendía un breve patio cubierto con grama. Un camino hecho de baldosas unía la casa con el portón del murito exterior, también construido con bloques de celosía clásica. En la acera había un palo de laurel cuyo tupido follaje proyectaba una complaciente sombra protectora y, sujetado al árbol, con cadena y candado, un pequeño barril de hierro destinado para depositar en él los desperdicios que dos veces por semana colectaba el camión de la basura.
El muchacho salió de su casa, en sus manos llevaba un legajo de papeles, unas tijeras, una botellita que contenía alcohol desnaturalizado y un manojo de llaves. Colocó el papel, las tijeras y el alcohol en la mesita del porche, después se dirigió a la calle, abrió el candado, agarró el barrilito de la basura, lo levantó con una mano, entró al patio y lo colocó junto al seto, puso el manojo de llaves en la mesita, tomó las tijeras y empezó a podar la flor de avispa, antes de echar las ramas en el barrilito tuvo el cuidado de recortarlas en tantos de más o menos una cuarta de longitud.
Estaba entretenido en esa tarea cuando desde la calle fue saludado, instintivamente volteó a ver, era el profesor de la clase que en su colegio llamaron Biblioteca, una novedosa innovación al programa de estudios de secundaria que fue incorporada por el nuevo director.
La Clase Biblioteca era sencilla, los escolares iban una vez por semana a la biblioteca del colegio y, durante hora y media, tenían que leer. Los temas, y las fuentes de lectura, eran abiertos, los estudiantes podían leer absolutamente cualquier cosa, libros, revistas, es más, hasta se les permitía leer los penecas de Marvel y DC Comics. Sin embargo, para asegurarse de que efectivamente habían leído algo, a la semana siguiente tenían que entregarle al bibliotecario un texto que de alguna manera estuviera relacionado con lo leído.
Desde la acera el profesor pudo ver el grueso legajo de papeles que yacía sobre la mesita.
— ¿Los papeles de la mesita es lo que yo me imagino que es? — preguntó el profesor.
— Sí… ese montón de papeles es La Vieja Chancha — respondió el muchacho.
— Ya van varias semanas que no me mostrás nada… ¿Puedo entrar y revisarla?
El muchacho asintió con la cabeza. Al entrar, el profesor estrechó su mano derecha con la de su alumno, después se dirigió al porche, tomó los papeles y se sentó a leer, el chico no lo acompañó, simplemente continuó podando el seto y, mientras lo hacía, recordó la primera enseñanza que recibiera del bibliotecario, su profesor y mentor.
“Mirá, una historia se puede escribir de dos maneras.
La primera es como cultivar un bonsái, uno nunca sabe cómo va a lucir la plantita al finalizar la crianza, el escritor simplemente se deja llevar por la historia y por su estado de ánimo. Los surrealistas suelen escribir de esta manera. De vez en cuando vas a tener que desenterrar las raíces para poderlas podar, también tendrás que podar las ramas y, lo más importante, vas a torcer y retorcer el tallo hasta que tu bonsái, tu historia, llegue a un estado en que, hagás lo que hagás, para bien o para mal, ya no podrá ser diferente.
La segunda forma es como una obra civil, como la construcción de una casa que se planifica fríamente. Usualmente son los escritores experimentados los que trabajan de esta manera, ellos a priori definen, en su mente, toda la obra, saben cómo va a lucir la casa aun antes de escribir el primer párrafo. Son metódicos, hacen un inventario de eventos, los escriben en pequeñas tarjetas de cartulina, las ordenan cronológicamente, después, para agregar tensión, alteran el orden por aquí, lo alteran por allá, pero con el cuidado de no abusar. Estas son las bases y la viga sísmica que sostendrá todo el edificio, la idea es que la estructura resista los embates de cualquier terremoto, solamente entonces es que empiezan a escribir. La primera versión es lo que llaman obra gris, en este momento la historia ya está burdamente escrita, todos los vericuetos de la trama ya fueron expuestos, sólo entonces llega el momento de proceder con la obra blanca, que no es otra cosa que el embellecimiento de la historia, en otras palabras, se erigen los acabados de acuerdo al estilo que se quiere transmitir, en resumen, repellar las paredes, pintarlas, iluminar las estancias, hasta que, finalmente, el escritor llega al desenlace, el cual, desde un inicio había sido concebido con premeditada intención.
La cosa es que, sin importar el método que usés, una buena historia es resultado de un concepto lo suficientemente maleable como para ser trabajado... es fruto del trabajo, y que conste, no se trata únicamente de la labor física, sino que además de la labor mental de escribir la palabra correcta, la frase apropiada... finalmente, una historia es producto de la paciencia y es que una historia y sus personajes no se hacen de la noche a la mañana”.
Observó cómo su mentor leía las últimas páginas de aquel texto que había escrito en la reluciente y portátil máquina de escribir Olympiette que había comprado con el firme propósito de dedicarse al oficio de escritor.
— Profesor, la raíz de mi bonsái era débil, con la primera poda el arbolito se murió… traté de inventar una historia mágica… de forjar un personaje realístico… de dibujar el rostro que no vemos… el suelo podría haber tenido ya los nutrientes que un autor obtiene con cada una de sus lecturas… pero las raíces eran tan débiles que no pudieron absorber las ideas, ni las imágenes, ni las figuras… es por eso que no me fue posible transmitirlas al resto de mi bonsái — el aprendiz guardó silencio un par de segundos, le ardían los ojos y se los restregó para evitar que las lágrimas brotaran — es doloroso reconocer, después de tantas horas de esfuerzo y dedicación, que tu amada creación es una obra mediocre — concluyó el joven con amargura.
El profesor colocó nuevamente sobre la mesita aquel legajo de papel que tenía unas dos pulgadas de espesor.
— Es una historia interesante, sólo tenés que trabajarla — le dijo su maestro y mentor para animarlo.
— No vale la pena… y para no a caer en la tentación de continuar con esta pérdida de tiempo, hoy le voy a pegar fuego, quiero que de ella sólo queden cenizas — le respondió el aprendiz.
— ¿Estás seguro de lo que estás haciendo?... quizás estás siendo demasiado exigente contigo mismo… tal vez lo mejor sea engavetarla por un tiempo... vivir un poco, fortalecer la raíz con experiencias propias y ajenas... enriquecer el suelo con más lecturas, investigar… quizás en unos cuantos años la puedas reescribir a tu plena satisfacción… nuevamente… ¿Estás seguro de que el destino de La Vieja Chancha son las llamas?... no te olvidés que los diamantes yacen incrustados en el más negro y grasoso de los carbones.
Ese fue el último intento que hizo el profesor para disuadirlo — "La uva tiene que sufrir para producir buen vino" — pensó, por otro lado, lo último que deseaba es que la inquietud literaria que había germinado en aquel colegial se desvaneciera con el humo que emanaría de las brasas de aquel manojo de papeles.
El joven no respondió, colocó el barrilito no muy lejos de la acera, sobre la baldosa, entonces tomó los papeles, los echó junto con las ramas que acababa de podar, roció algo de alcohol y lanzó un fósforo encendido, los vapores de alcohol produjeron una pequeña explosión que casi le quema la mano, pronto todo el contenido empezó a arder.
— Igualito que Gógol — dijo el profesor.
— ¿Quién es Gógol? — respondió el aprendiz.
— Un escritor de la Rusia zarista que se dedicaba más que todo a escribir relatos cortos... es reconocido mundialmente por dos grandes obras, Almas Muertas y Taras Bulba — hizo una pausa, vio como el muchacho se restregaba los ojos y continuó — la cosa es que Gógol, unos días antes de morir, quemó la segunda parte de Almas Muertas.
— Sí, pero yo no estoy planeando morirme ahorita — respondió el aprendiz.
— Eso es un alivio, yo sólo espero que no te hayas dado por vencido… Miguel Ángel creía que la es-cultura ya estaba dentro del bloque de mármol y que su labor consistía en desechar todo aquello que sobraba... igual ocurre con las personas, creo que hay un escritor dentro de vos... sólo espero que ese escritor no se haya muerto hoy — le dijo su mentor.
— Eso sólo Dios y el tiempo lo dirá — respondió el muchacho.
Al día siguiente el chavalo fue al patio para verificar de que no quedaba residuo alguno de su novela, el barril ya estaba frío, se cubrió las manos con unas bolsas de papel craft para no ensuciárselas con el contil que cubría la superficie del recipiente, lo tomó y, sin remordimiento alguno, vertió las cenizas en el jardín, justo al pie del seto de flor de avispas. Como para asegurarse de que no quedara la más mínima huella de aquel vergonzoso fracaso, tomó la manguera y regó las plantas hasta que las cenizas terminaron confundiéndose con la tierra.
— Aquí yace La Vieja Chancha… el bulo de una vieja que fue puta y que coleccionaba santos… ¿Cuántos santos habrán sucumbido, frecuente e impunemente, ante la tentación del placer carnal que ofrecían, sin objeciones, las profundidades de su extraordinaria y huracanada vagina de oro?… una historia fallida… un personaje fallido… — ese fue el obituario que con amarga solemnidad pronunció el muchacho.
Por un instante quedó viendo los tallos de la flor de avispa que brotaban en el jardín, estaba sufriendo, la ausencia de actividades, que con constancia acompañan a las vacaciones, le impedían distraerse, provocando, de esa manera, que el fantasma de La Vieja Chancha continuara atascado en su mente — “Lo hecho, hecho está, es hora de salir y olvidar todo este asunto” — pensó mientras colocaba el barrilito en su lugar, y después de colocar el candado empezó a caminar.
Al cabo de un rato le dio por entrar al supermercado, se detuvo en la entrada, propiamente frente al estante que exhibía los paquines, leyó sus títulos — “a lo mejor sólo debería leer penecas, así como hacen todos los demás” — se dijo así mismo.
Sintió sed, una angustiosa sed provocada por el dolor de su primer gran fracaso, no tenía remordimientos, pero le dolía, siguió caminando por los pasillos del supermercado, tomó una botella de gaseosa del mostrador refrigerado y se enfiló en una de las cajas, mientras esperaba su turno, se dedicó a observar el estante giratorio que exhibía los más recientes libros, extendió su mano y lo accionó con esmerada lentitud, vio las pastas de diferentes tonalidades, pero sólo se detuvo a estudiar los títulos de aquellos que estaban compulsados con un sello dorado que los clasificaban como best sellers, eventualmente llegó su turno, sacó unas monedas y pagó su gaseosa.
— ¿Trajiste el envase? — preguntó la cajera.
— No.
— Entonces vas a tener que tomártela aquí, te podés sentar en esas banquetas y la botella la dejás en una de aquellas cajillas — concluyó la mujer.
Destapó la botella gracias al abridor de corcholatas que estaba oportunamente incorporado en el canto de la mesa empacadora, se sentó y con lentitud procedió a tomar su gaseosa, el líquido, al inundar su paladar, de poquito en poquito se encargó de disipar la sed, pero no la terrible y depresiva sensación de derrota.
Siguió caminando, una especie de fuerza invisible lo condujo a su colegio y, como si de la gravedad se tratara, estuvo orbitando por los pasillos hasta que, mecánicamente, llegó a la biblioteca. A través de la puerta de vidrio pudo ver que estaba vacía, no hubo dramáticas llamaradas en el reingreso a aquella silenciosa atmósfera, simplemente entró, se acercó al fichero, buscó entre las gavetas, apuntó unos datos, se dirigió a un estante, tomó un libro, en una de las mesas llenó el formulario y se encaminó a la barra del bibliotecario.
— ¿Qué vamos a leer en estas vacaciones de medio año? — preguntó su mentor.
— Tarás Bulba — respondió el muchacho.
El bibliotecario tomó el formulario y el carnet del estudiante, llenó la tarjeta que estaba adherida en la parte interna de la pasta y la guardó en uno de los pliegues del archivador del tipo acordeón.
El muchacho tomó el libro, se entretuvo leyendo la copia del letrero medieval que amenaza con excomunión a aquellos que diesen por perdido algún libro de la biblioteca de la Universidad de Salamanca.
— Nosotros somos menos severos — le dijo su profesor con un tono algo jocoso.
El chavalo hizo un esfuerzo por sonreír, se despidió elevando y agitando el libro con su mano de-recha.
El bibliotecario esperó unos cuantos segundos y, cuando estuvo seguro de que su pupilo no lo podría escuchar, exclamó casi gritando.
— ¡Sí!... perdimos una batalla... pero seguimos en pie de guerra... ¡Viva León!... ¡Jodido!
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Tarás Bulba
autor: Nikolái Gógol
Director: J. Lee Thompson
con Yul Brynner & Tony Curtis
United Artist
1962
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La Vieja Chancha
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