Nunca se imaginó que haría sus prácticas de producción en un rastro, mucho menos en un matadero de exportación. Ocurre que, de los treinta y siete estudiantes de último año de medicina veterinaria, solamente él estaba haciendo esa pasantía y, de hecho, no fue por voluntad propia, sino más bien obligado, casi como un castigo, y es que ninguno de los futuros veterinarios tenía pensado matar reses, sino todo lo contrario, cuidarlas, curarlas, inseminarlas artificialmente y ayudarlas a parir.
El día de trabajo empezaba a las seis de la mañana, no tenía nada en contra de ese horario, después de todo, las labores en las fincas suelen empezar mucho más temprano. |
En el campo, no sólo había aprendido a ordeñar vacas, sino que también a tomarles la temperatura, a determinar la frecuencia cardíaca, a valorar la respiración, a medirle el pulso y a evaluar los movimientos ruminales, había aprendido a capar toretes, a tomar muestras de sangre y a verificar que los toros de monta no estuvieran contagiados con alguna enfermedad de transmisión sexual. En otras palabras, al final era como trabajar con seres humanos.
Pero en los corrales del matadero la auscultación se limitaba únicamente a tomar la temperatura, si la res tenía fiebre no sería sacrificada, sino que enviada, primero, al corral de las reses retenidas y, después, a los potreros, en donde recibirían el tratamiento apropiado.
Tuvo que aprender a identificar, a ojo de buen cubero, a los animales caquécticos, los cuales tampoco podían ser sacrificados, al menos en el matadero, ya que los ganaderos, para minimizar la pérdida, se limitaban a abrevarlos y los llevaban al rastro municipal, en donde los requerimientos de salud de los animales eran más flexibles, aunque también podían asumir los riesgos implícitos del sacrificio clandestino en los patios de sus fincas. Pero también había ocasiones en que la caquexia era tan severa que las pobres reses se morían en los corrales, entonces las desmembraban y sus partes eran enviadas a los cocinadores destinados a la producción de harina para consumo aviar y sebo para las jabonerías.
También tuvo que aprender a constatar la realización de los ineludibles requisitos preoperativos, ya que, sólo con su cumplimiento, se autorizaba el inicio de la matanza y el deshuese, y es que las salas de trabajo tenían que tener la limpieza de un quirófano y, para verificarlo, recurrían, además de la inspección ocular, al uso de cintas de papel destinadas a identificar la presencia de microorganismos, proteínas y contaminantes químicos en las superficies de las paredes, techos, mesas, ganchos, estantes, bandejas y carretillas.
Es por eso que al principio se decepcionó y pensó que esa pasantía en nada lo beneficiaría. Fue hasta que le tocó supervisar y participar en las faenas que sintió que esas horas de trabajo le rendían algún provecho.
Primero aprendió a usar el pistolete aturdidor cuya bala cautiva provoca la muerte cerebral de los semovientes.
— Hacés una “X” invisible, arribita de los ojos, en la frente… y justo ahí mismo le pegás el tiro... esto es para que el animal no sienta dolor… ¿Te imaginás como serían los berridos si no los aturdiéramos primero? — le dijo su instructor.
Después estudio el arte de degollar.
— Mirá, esta es una de las tareas que los inspectores gringos evalúan con mucho detenimiento… es como hacer una operación quirúrgica, primero se hace una incisión para exponer las interioridades del cuello… después metés el cuchillo en el esterilizador… este paso es uno de los más importantes, acordate que el cuero está contaminado con estiércol y a saber con qué otras cochinadas… bien, la cosa es que ahora viene el degollador y, con la precisión de un cirujano, introduce el cuchillo sin tocar el cuero y, gracias a un veloz y certero movimiento, corta la arteria carótida y la vena yugular.
Y así fue el futuro veterinario recorriendo cada estación de trabajo. Recibió el entrenamiento que le permitió accionar las tijeras cortadoras de cola y pezuñas, manipuló la descueradora poniendo extrema atención en las reses afectadas con tórsalo, también aprendió a eviscerar y a partir en dos a las reses con la sierra canalera.
Su entrenamiento hizo mucho énfasis en la inspección de las vísceras, tenía que verificar, con un golpe de vista, si el animal padecía de alguna enfermedad que pudiera poner en riesgo la salud de los consumidores.
Finalmente, recibió muchas semanas de adiestramiento en la revisión de los tejidos de la mandíbula, la lengua y el corazón, tenía que aprender a detectar las famosas y peligrosas semillas de cisticercosis.
Esta parte del aprendizaje sí le resultó interesante porque lo que en realidad hacía era una suerte de autopsia y, en ese matadero, todos los días, de lunes a sábado, se le hacía la autopsia a unas quinientas reses.
Esta tarea era realizada por un equipo de doce veterinarios y tenía que hacerse en el transcurso de ocho horas, jornada que, en dependencia de la calidad del ganado, en ocasiones podía ser menor, aunque en otras podía extenderse hasta doce horas.
El joven era como una esponja, tenía que absorber todo el conocimiento para poder pasar el examen de grado.
El día de la inspección, los veterinarios se organizaron en tres equipos de trabajo.
Los primeros eran los Veterinarios Operativos, los cuales se encargarían de realizar las labores cotidianas.
Después estaban los Veterinarios Vistas, estos se encargarían de seguir, a distancia, al veterinario del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, el propósito era comunicar a los Veterinarios Operativos en que sala se encontraba el inspector y, de esa manera, alertar a las secciones que aún no habían sido inspeccionadas.
Finalmente, estaban los Veterinarios Acompañantes, ellos eran una especie de séquito que escoltaría al veterinario del USDA y su función era la de matar cualquier mosca que encontraran. No es que dentro de las instalaciones hubiesen muchas moscas, sino todo lo contrario, pero, como no hay sistema infalible, de vez en cuando se filtraba una que otra. Es por eso que los Veterinarios Acompañantes portaban, dentro de una de las bolsas de sus gabachas, unas pequeñas pichingas que contenían agua con ácido láctico, estos recipientes estaban coronados con una boquilla pulverizadora, lo que les permitía rociar con agua a las moscas. Las moscas no se morían, sino que caían al suelo debido al peso del agua. Matar moscas era un arte que únicamente los veterinarios más experimentados dominaban, y es que tenían que garantizar que el insecto cayera en el piso y no en la carne, pero ahí no terminaba el asunto, una vez que la mosca estaba en el suelo, el veterinario la aplastaba con su bota y la restregaba por el piso, borrando, de esa manera, cualquier rastro de la presencia del indeseable intruso, y todo eso tenía que hacerse de tal manera que el fiscalizador no se percatara del ardid.
Para el día de la inspección, el Veterinario en Jefe le asignó al pasante la revisión de las cabezas. La labor era simple, pero requería de ojos jóvenes y agudos, él tenía que trozar los carnosos mofletes de los animales en finísimas lonjas que permitieran, si fuera el caso, exponer las larvas de los cisticercos de tal manera que pudieran ser detectadas a simple vista.
La inspección transcurrió sin sobresaltos y, después de unas tres horas de intensa presión, los Veterinarios Vistas dieron la señal que indicaba que el inspector había salido de las salas de trabajo.
Todos se sintieron aliviados y satisfechos porque estaban seguros de que habían hecho un excelente trabajo y era seguro que recibirían la certificación del USDA.
Media hora después de que el inspector saliera, el futuro veterinario detectó un animal contagiado con cisticercosis. No tuvo que pensar, simplemente actuó mecánicamente, apretó el botón de la alarma tal y como lo estipulaba el protocolo.
A esa hora, este evento, resultaba ser totalmente pueril porque era imposible que afectara el resultado de la inspección, pero eso cambió cuando uno de los Veterinarios Acompañantes entró apresuradamente a la sala de matanza y, justo a un metro de distancia, detrás de él, venía el gringo.
Sucede que, en vez de retirarse del matadero, el inspector hizo algo que nunca había hecho el USDA, fue a revisar los potreros porque quería estar seguro de que los protocolos de trazabilidad del ganado se cumpliesen a cabalidad.
Finalizada la excursión por los potreros, el gringo regresó a la oficina del Veterinario en Jefe porque tenía sed y, al tiempo que tomaba una gaseosa, se dedicó a platicar amenamente sobre asuntos triviales con los doctores, cuando en eso, una alarma sonora.
— ¿Qué ocurrir? – preguntó el veterinario del USDA.
— Acaban de detectar un animal con cisticercosis — respondió el Veterinario en Jefe.
— Yo querer ver.
El gringo se puso sus botas de hule, su gabacha y colocó una redecilla desechable en su calva cabeza, después se dirigió a la entrada principal, tomó un cepillo, lavó sus botas con energía y, después de atravesar el pediluvio, se lavó las manos concienzudamente, se las mostró al inspector de la entrada y recibió la autorización para ingresar a las instalaciones. Toda la comitiva de los Veterinarios Acompañantes hizo lo mismo y por eso no tuvieron tiempo de dar la voz de alerta.
El gringo entró por el corredor y se encaminó directamente al área de matanza, siguió la ruta del riel en el que colgaban las medias canales hasta llegar al estante de las cabezas.
— ¿Quién descubrir parásito?
— Yo — respondió el estudiante lleno de nerviosismo.
— Tu enseñar, por favor.
El pasante le mostró al inspector la mandíbula de la res en cuestión, después, con sus manos, abrió los mofletes fileteados y le mostró los quistes.
El veterinario del USDA sacó de uno de los bolsillos de su gabacha una cámara fotográfica y se la dio a uno de los Veterinarios Acompañantes, de otro de sus bolsillos sacó unos guantes de látex y se los puso.
— Doctor, usted tomar foto a parásito.
El Veterinario Acompañante se acercó y le tomó un par de fotos a cada lonja de los mofletes con el cuidado de enfocar los quistes del cisticerco.
El gringo se acercó y, con sus manos enguantadas, empezó a inspeccionar la mandíbula del animal, al terminar la levantó con su mano derecha.
— Venir aquí, parar aquí — le dijo el inspector al estudiante — nosotros tomar foto.
El veterinario acompañante les tomó un par de fotos al gringo y al pasante, después el inspector colocó la pieza en su lugar y le mostró al Veterinario Acompañante en que bolsillo debía colocar la cámara.
— Ahora yo ver canales.
— Sígame por favor — respondió con voz temblorosa el pasante.
Todos los veterinarios guardaban un severo silencio — “La cagué… debí dejar que la alarma la accionara uno de los doctores y no yo” — pensaba el estudiante mientras guiaba al fiscalizador.
La comitiva recorrió aceleradamente la sala de matanza, atravesaron las bodegas de canales fríos hasta llegar a la jaula de los animales retenidos.
Uno de los Veterinarios Acompañantes sacó un manojo de llaves, accionó el candado y abrió la puerta de la jaula.
El estudiante atravesó la puerta y el gringo lo siguió.
— Este es el animal — dijo el joven.
— ¿Cómo saber usted? — preguntó con adustez el inspector.
— Por esta placa — dijo mientras mostraba una chapa de acero inoxidable que estaba sujetada a la res por medio de un gancho, también de acero inoxidable — usted podrá ver que su número coincide con el de la chapa de la cabeza, de la lengua y del corazón.
— ¿Y ahora qué pasar con carne?
— Mañana, esta res será la última en ser deshuesada… las cajas con sus vísceras y carnes serán marcadas y colocadas en el freezer de los retenidos, en donde estarán almacenadas durante treinta y cinco días, a menos cuarenta grados centígrados — respondió con nerviosismo el pasante.
— ¿Y después?
— Para esa fecha el parásito ya se habrá muerto y la carne será destinada al mercado local sin que esto represente un riesgo para la salud del consumidor — respondió temerosamente el pasante.
— ¡Excelent! — exclamó el gringo visiblemente emocionado.
— ¡Bien hecho! — dijo con alivio el Veterinario en Jefe.
— ¿Cómo? ¿Entonces?... ¿Aun así nos van a certificar? — preguntó sorprendido el joven estudiante de veterinaria.
El inspector gringo sonrió con un gesto algo burlesco y mientras salía de la jaula de los retenidos le dijo:
— Ahora yo saber usted hacer bien su trabajo y que a Estados Unidos nunca llegar carne mala — y de inmediato se dirigió a la salida.
Sólo entonces el Veterinario en Jefe se dirigió al estudiante.
— Lo felicito… ¡Doctor! — le dijo con solemnidad — haga de cuenta que acaba de pasar su examen de grado… usted actuó correctamente y, a pesar de la presión, no le tembló el pulso y siguió el protocolo al pie de la letra… no lo pudo haber hecho mejor.
El veterinario del USDA se acercó al Veterinario en Jefe.
— En Estados Unidos mucho poco parásitos… y yo nunca ver en vida real, sólo fotos… ahora veterinarios USDA envidiar a mí cuando ver mis fotos — después de unos segundos de pausa — yo querer ofrecer un máster de Texas A&M University al muchacho.
— No hay torcido… le caíste bien al gringo — le dijo el Veterinario en Jefe al pasante.
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El Torito Pinto
autor: Anónimo
Folclore Nicaragüense
Interpreta: Camerata Bach
1992
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La Inspección
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