La casa era un edificio modernista y su estilo neogótico la diferenciaba de las parcas construcciones que proliferaban en aquel deslucido vecindario. Fue erigida sobre el viejo solar del antiguo monasterio que los frailes dominicos dejaron en abandono, lo que facilitó su adquisición por parte de una de las más prominentes familias de la Barcelona de fin de siglo.
Desde un inicio su propósito fue el de entregarla en alquiler: la renta que produciría sería una suerte de seguro de vida que debería proteger a propietarios y sucesores de cualquier descalabro financiero que el futuro deparara.
Uno de los primeros inquilinos fue un abogado, quien instaló su bufete del lado de la calle principal, mientras que la sección del zaguán fue ocupada por la taberna llamada Els Quatre Gats.
Els Quatre Gats fue una iniciativa de un par de artistas plásticos oriundos de la Catalunya de tierra adentro, los cuales, a pesar de contar con un envidiable talento, nunca lograron obtener el suficiente reconocimiento como para que un mecenas promocionara sus obras, dicho de otra manera: su dedicación y pasión por el arte no fue recompensada y no tuvieron más que convivir día a día con la miseria. Es por eso que, en determinado momento, ambos artistas se enrolaron como meseros en el cabaret Le Chat Noir de París, una taberna para artistas y bohemios.
Ellos iban a ser como rémoras que nadan en los alrededores de los tiburones para alimentarse de las sobras de gloria que salpican las aguas cada vez que los escualos lanzan sus letales embestidas. Pero una rémora nunca deja de ser rémora, nunca sufre la metamorfosis que la pueda convertir en tiburón, en compensación, las rémoras no padecen hambre, ni son perseguidas, ni atacadas y, al final, siempre pueden jactarse y pavonearse por compartir las mismas aguas por las que surcan los tiburones.
Aunque la suerte a veces es producto de alguna tragedia y, fue así que, uno de ellos, de manera inesperada, tuvo a su disposición una pequeña fortuna, entonces decidieron capitalizar su experiencia parisina y se aventuraron a fundar su taberna que, por mera sorna, decidieron nombrarla Els Quatre Gats.
El concepto fue exitoso: cerveza y vino de la casa, música viva y paredes dispuestas a exhibir todo aquello que las renombradas casas de arte consideraban de poco o ningún valor. Pronto se les unieron sus pares, que dedicaban su creatividad a las letras.
Organizaban exposiciones, recitales y de vez en cuando hasta podían darse el lujo de invitar a alguna reconocida figura que estuviera dispuesto a compartir su gloria y brindar esperanza a aquellos jóvenes artistas que sufrían del cruel anonimato.
Memorable fue aquella tarde en que Rubén Darío, escoltado por aquellos cuadros, que a gritos suplicaban por unos cuantos duros, presentó sus Prosas Profanas.
—Y ahora —dijo Darío—, para festejar todas estas talentosas luces que nos rodean… Yo persigo una forma:
“Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo,
botón de pensamiento que busca ser la rosa;
se anuncia con un beso que en mis labios se posa
el abrazo imposible de la Venus de Milo.
Adornan verdes palmas...”.
—Así que entonces este es el gran Rubén Darío, el autor de Azul —le comentó un mesero a su compañero.
Ambos jóvenes observaban el recital desde fuera de la rueda que formaron los espectadores, no tanto por respeto, sino para poder tomar una que otra vianda y colocarla en las bolsas de sus delantales.
—Así es Pablo, este es el gran Rubén Darío, el que pinta con letras todo aquello que nosotros no logramos iluminar con nuestros óleos, pasteles, acuarelas y grafitos —se detuvo para hacerse de un bocado de pan tumaca y, después de tragar en seco y apresuradamente, carraspeando continuó—; y sí, y aunque es doloroso, sólo nos queda resignarnos y admitir que nuestros pinceles y espátulas hacen el ridículo ante la tinta china que exquisita brota de su extraordinaria pluma.
El vitoreo no se hizo esperar cuando el poeta finalizó, quien, después de estrechar unas cuantas manos, procedió a realizar una inspección de cortesía de las obras que se exhibían en aquella improvisada galería de arte de barrio.
Fue caminando, observando, sin hacer ningún tipo de comentario, hasta que, sin ningún motivo aparente, se detuvo frente a uno de los tantos cuadros, se acercó al hostelero y le dijo algo al oído.
—Pablo, ¡mira!, Pere te está llamando, parece que Darío quiere conocerte, anda, muévete pronto, no le hagas esperar; quizás hasta te lo compre.
Pablo empezó a caminar, sin prisa, con mucho cuidado para no tropezar con los concurrentes, además, no quería que el poeta adivinara lo hambriento que estaba.
—Maestro.
—¡Pero si es un crío!... ¿Qué edad tienes, muchacho?
—Quince, maestro.
—¿Sabes que mi primer libro se titula Azul?
—Sí, maestro.
—Es por eso que me llamó la atención este cuadro, ¿sus argentinas tonalidades tienen algún significado?
—El maestro Van Gogh decía que la oscuridad es de color azul.
—Interesante, continúa.
—El azul denota tristeza, desolación, ausencia de alegrías.
—Alegrías ausentes… ¿Y por qué las alegrías estarían ausentes en un jovenzuelo como tú?
—En mí no, maestro, sino en mi gran amigo y colega, Charles, quien, en su último viaje a París se pegó un tiro.
—¿Una mujer?
—Sí.
—Hoy, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul. ¡Ay, Garcín!, ¡cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad! —recitó Rubén con marcada tristeza.
—Perdón, maestro, ¿qué decía?
—El pájaro azul, uno de los cuentos de mi Azul, es la mismísima historia de tu finado amigo, Charles.
—No lo sabía.
—No estás en la obligación de saberlo.
Ambos callaron por un instante.
—No te puedo comprar el cuadro, hace meses que no recibo los haberes por mis oficios consulares —dijo Rubén con algo de tristeza, pero sin perder su dignidad—. Te propongo un trueque: el cuadro por uno de mis libros.
—Maestro, disculpe la insolencia, pero el libro no me va a dar de cenar hoy.
—Pero yo sí puedo darte de comer —y dirigiéndose al hostalero— ¡Pere!... dele a... ¿Cómo es que te llamas?
—Pablo, maestro.
—Pere, dele de cenar a Pablo a cuenta mía.
—Como usted ordene, maestro.
—Gracias.
—Me han impresionado tus cuadros de tonos azules y, en honor al vuelo del pájaro azul de tu amigo Charles, le diré a un entendido que te visite, es lo más que puedo hacer por ti.
—Gracias, maestro.
—Maestro —los interrumpió Miquel, el socio de Pere que en ese momento se les acercó desde la calle—, el cochero me acaba de indicar que su quitrín está listo, recuerde que el tren a Madrid parte a las cinco de la tarde.
—Gracias —respondió el poeta.
Rubén estrechó las manos del joven pintor, hizo un breve recorrido por la bohemia galería de arrabal, saludó a unos cuantos asistentes y se marchó.
A los días Pablo fue visitado por un representante del galerista que le prometió Darío y sin más ni más se organizó una exposición en Madrid. El sujeto le dijo a Pablo que era muy probable que una que otra persona se interesase en su trabajo y que estaba seguro de que no regresaría con las manos vacías, aunque tampoco le dio adelanto alguno.
Es por eso que los días previos al viaje Pablo iba a merendar al hostal y, como era lo usual, pagaba haciendo de mesero o lavando platos, en otras pintando alguna portada para la revista que, al igual que el hostal, se llamaba Els Quatre Gats.
Un día de tantos Pere le dijo que la taberna necesitaba de dinero también.
—Pere, mira que el tío dijo que no iba a regresar con las manos vacías; a mi regreso te pago.
Y, después de mucho regatear, Pere a regañadientes aceptó.
—Está bien, pero tienes que firmarme este vale.
Pablo tomó el trozo de papel y, sin el más mínimo ápice de duda, lo firmó.
El novel pintor se ausentó por un par de semanas, sin embargo la noticia de los resultados de su exposición madrileña llegó a las barriades barceloninas a la velocidad de un telegrama.
A su regreso, Pablo fue de inmediato a pagar su deuda.
Al llegar al mesón, el guitarrista que amenizaba la tarde con viriles arpegios flamencos se detuvo, se puso de pie y se dedicó a observar cómo el ahora exitoso pintor se acercaba a la barra, los parroquianos, que también callaron, de inmediato se pusieron de pie y con sus cabezas siguieron la ruta que trazó del consagrado.
—Pere, aquí estoy, vengo a honrar mis obligaciones, venga ese vale.
Pere se paró detrás del mostrador, con un ademán llamó a Miquel, quien se colocó detrás de Pablo, luego Pere sirvió sendas jarras de cerveza y, mientras Miquel apuraba la suya le respondió con un tono solemne y algo altanero.
—¡Joder!, Pablo, ¿acaso estás fuera de tus cabales? —y volteando hacia su socio—. Miquel, ¿tú sabes lo que vale un Picasso?
—Pablo, ¡Ni loco te devolvemos ese papel! —concluyó Miquel.
El joven no esperaba esa respuesta y por unos segundos vaciló porque no sabía qué decirles a sus patrones, entonces Pere le ofreció La Carta.
—¿Qué vas a ordenar?
—¿Zarzuela? —preguntó el joven aún sin reponerse.
—¡Sale una zarzuela de pagre! —ordenó Miquel, después lo volteó a ver maliciosamente y le dijo—. Y para celebrar, una botella de vino naranja, del que maceramos con sus pieles aquí en el sótano —y con muy buen ánimo le anunció—. Eso sí, de ahora en adelante vas a tener que pagar, después de todo tus pasmosas manos no pueden seguir lavando platos.
El público aplaudió y sólo entonces el guitarrista reanudó su labor, lo que sirvió de señal para que la tertulia continuara y, mientras el joven pintor comía, Pere sacó de una gaveta de la barra una pequeña retratera y, a la vista de todos, colocó en su interior el vale con la firma de Pablo Picasso y, lleno de orgullo, la colgó detrás del mostrador, ahí, en donde todos los parroquianos lo pudieran ver.
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