Un domingo la bisabuela Juana se levantó muy temprano para preparar el almidón y planchar otra tarea de ropa para ganarse los centavitos con que hacerle frente a la vida. Tenía tres hijos, pero en ese momento solamente la acompañaba Manuel de Jesús.
—Levantate Manuelito, vení ayudame con este motete de ropa que no lo aguanto y tengo que entregarlo planchado hoy —La joven madre soplaba las brasas para colocar las planchas que, a lo largo del tiempo, habían formado callosidades en sus delgadas manos morenas.
—¡Ya voy madre! —Respondió el chavalo mientras lavaba su rostro en la pila del lavandero tratando de espantar al sueño.
Desayunaron juntos unas cuajaditas ahumadas con tortilla y frijolitos fritos. Una vez que hirvió la leche, la mancharon con esencia de café, la endulzaron a gusto en aquellos huacales limpitos que solían mantenerse cubiertos por un mantel que ella misma había bordado en su escaso tiempo libre. Se sentaron a comer en los viejos taburetes de cuero que eran además la tranca de la puerta. El patio, con los naranjos cargados, lucía sin los amigos que regularmente llegaban a divertirse, a pesar de que la escuela estaba cerrada.
El chavalo atizaba el fuego donde calentaban las planchas cuando los gritos de su mama lo hicieron correr y soltar el trompo que escondía en los bolsillos de su pantalón corto.
—¡Manuel! —Gritó la mujer casi llegando el medio día.
—¡Señora…!
—Lavate las manos y agarrá dos pesos del delantal que está colgado en la puerta del cuarto, lavá una ollita de aluminio y te vas a comprar una sopa de gallina allí frente a la casa de Los Ñatos; cuidado te quemás.
Feliz, recipiente al hombro, con la prisa de los desesperados, bajo el cariñoso sol de marzo; llegó al sitio donde un inmenso perol esperaba la llegada de los clientes. Le encantaba sentir el olor de la yerbabuena, la danza de los ingredientes al ritmo de la ebullición. Era su comida preferida, por lo que cantando y silbando, esperaba su turno. La despachadora quería mucho a la Juanita, como solían llamarle a la madre del chavalo; le sirvió “hermoso”, con una pechuga y varios muslos, yuca, quequisque, varios trozos de maduro y, por supuesto, cuatro hermosas albóndigas.
El travieso comprador contempló el encargo, sin pensarlo mucho con dos dedos sacó la primera bola de masa suave que se rompió en el intento. No le importaba quemarse, con la ollita a un lado espantó a un perro que lo seguía y se sentó en la acera a comer. Se levantó limpiando con la manga de su camisa las migajas que pudieran delatarle. Después de dar unos pasos rogados, el calor del recipiente cercano a su muslo hizo que fuera poseído por unas ganas enormes de comer otra y otra, hasta que en la sopa quedó solamente verdura y gallina.
—¡Mamá...! —Gritó al llegar a la casa. Todavía se podía ver en sus dientes los restos de achiote que delataban su travesura.
—¿Qué pasó mi muchachito? —Preguntó angustiada la pobre mujer pensando que su hijo pudo haberse quemado con el caldo.
—Se me cayó la sopa mama, y, aunque no me crea, pude recoger el agua, la gallina y las verduras, pero las albóndigas quedaron en el suelo.
Ella sonrió, reconoció la travesura al verle los dientes. Se sentaron a comer. No hubo regaños. El almorzó convencido de que había engañado a su madre.
6 comentarios:
Lindo, cuentos reales
Muy buena anecdota, adelante....
Bonita historia y recuerdos de infancia. Felicitaciones por trasladarnos a aquella época inolvidable.
Excelente hermano mío.No te detengas que siempre es grato leer tu estilo tan realista y popular.
Excelente Doctor, recordar es vivir, alimenta el alma y ánimo. Felicidades
Excelente cuento Gerardo. Saludos desde Matagalpa.
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