jueves, 12 de diciembre de 2024

El lenguaje


Esa jaula de palabras que contiene una historia. Ese canal por donde se cruzan personajes, diálogos y descripciones. Eso que fluye mientras nos va llevando de la mano sobre ese camino que trenza el argumento y las trama. Ese escenario invisible en el que personajes y situaciones viven y suceden. Ese…

Elegir el tipo de narrador es tan difícil como elegir el lenguaje en el que el relato sucederá, ¿voseo o tuteo? ¿Sucede en la ciudad o en un pueblo? ¿Sonará a nica con el voseo? ¿o usaremos el tuteo porque inventamos un pueblo o país literario? ¿Será urbano? ¿lenguaje coloquial o especializado? ¿quiénes son los hablantes? Y si fuera un niño el que narra, ¿cómo podemos emular su voz? Si el personaje principal es femenino, ¿cómo sonar como ella?

Veamos algunos ejemplos de cómo el lenguaje llevó de la mano a los lectores desde el principio hasta terminar la lectura de algunos cuentos y novelas:

La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.

(El hombre de la esquina rosada, Jorge Luis Borges).

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.

—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. 

La luna venía saliendo de la tierra como una llamarada redonda.

(No oyes ladrar los perros, Juan Rulfo).

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat. Hermano Leoncio, ¿cierto que viene uno nuevo?, ¿para el “Tercero A”, Hermano? Sí, el Hermano Leoncio apartaba de un manotón el moño que le cubría la cara. Ahora a callar. Apareció una mañana, a la hora de la formación, de la mano de su papá, y el Hermano Lucio lo puso a la cabeza de la fila porque era más chiquito todavía que Rojas, y en la clase el Hermano Leoncio lo sentó atrás, con nosotros, en esa carpeta vacía, jovencito. ¿Cómo se llamaba? Cuéllar, ¿y tú? Choto, ¿y tú? Chingolo, ¿y tú? Mañuco, ¿y tú? Lalo. ¿Miraforino? Sí, desde el mes pasado, antes vivía en San Antonio y ahora en Mariscal Castilla, cerca del Cine Colina.

(Los cachorros, Mario Vargas Llosa).

Uno de los mejores ejemplos del lenguaje ocurre con Las Olas de Virginia Woolf cuando con sus personajes va narrando en primera persona como cada uno de los protagonistas va creciendo; algunos se vuelven a encontrar, y es ese proceso de niñez, adolescencia, juventud y adultez la que va cambiando conforme ellos van creciendo.

Ahora estamos a salvo. Podemos erguirnos de nuevo. Podemos estirar los brazos bajo este alto dosel, en este vasto bosque. Nada oigo. Es sólo el murmullo de las olas en el aire. Esto es una paloma torcaz que busca cobijo en las copas más altas de las hayas. La paloma bate el aire. La paloma bate el aire con alas de madera.

«Ahora te alejas», dijo Susan, «hilando frases. Ahora asciendes como el hilo de un globo, más y más arriba, a través de capas de hojas, fuera de mi alcance. Ahora remoloneas. Me tiras de la falda, mirando hacia atrás, haciendo frases. Te has escapado de mí. Ahí está el jardín. Aquí el seto. Aquí está Rhoda en el sendero. Aquí está Rhoda en jet sendero, meciendo pétalos en el cuenco castaña».

Las olas sirven como cortinas líricas que la autora utiliza para hacernos saber que el siguiente capítulo es una nueva etapa de la vida de estos protagonistas.

Quizá fuera la cáscara de un caracol, alzada en el césped como una grisácea catedral, un redondeado edificio con el rastro de quemaduras en oscuros círculos, a la verde sombra del césped. O quizá veían el esplendor de las flores, difundiendo en los parterres una fluida luminosidad púrpura, con túneles de oscuras sombras también purpúreas entre los tallos. O quizá fijaban la mirada en las pequeñas y brillantes hojas del manzano, danzando sin liberarse, rígidamente destellantes, entre las flores de motas rosadas. O quizá veían la gota de lluvia en el seto, pendiente y sin caer, con la casa cerniéndose íntegramente y los altos olmos también. (…)

Hablando de lirismo, otra de las obras clásicas del siglo XX es Lolita de Nabokov. 

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.

Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.

Hoy hablamos del lenguaje, esa jaula de palabras que contiene una historia. Ese canal por donde se cruzan personajes, diálogos y descripciones. Eso que fluye mientras nos va llevando de la mano sobre ese camino que trenza el argumento y las técnicas narrativas. Ese ese escenario invisible en el que personajes y situaciones viven y suceden. Ese pilar que sostiene el texto narrativo.


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Escritos en Nicaragua

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un versado decía que utilizaba en toda la obra de su vida 15000 palabras. Será cierto?