martes, 11 de febrero de 2025

Mi primer campamento


Después de unos meses de asistir a las reuniones del movimiento Scout Chinantlán en el barrio Guadalupe de Chinandega, el jefe de grupo Miguel Fuentes accede a la insistente petición de todos los chavalos miembros para realizar un campamento en el volcán El Chonco, donde pudiéramos poner en práctica los conocimientos y destrezas que, se supone, eran parte de nuestro desarrollo en el mundo de los chicos exploradores. Se programa la actividad para un sábado del mes de diciembre de 1977, aprovechando las vacaciones escolares. Siete días de supervivencia y campismo era el plan que, según nuestras capacidades, estábamos en la mejor condición de ejecutar.
Convencer a mi madre fue la primera parte del reto. Todos mis hermanos mayores pertenecieron a esos grupos, tenían, por lo tanto, experiencia. Aldo Jeromín (Minchito) prestó servicios muy chavalo, durante el terremoto de Managua de 1972 se presentó voluntariamente para auxiliar a los capitalinos afectados por el sismo. Ramiro, destacaba en su destreza con los nudos y levantamiento de casas de campaña; Azarías (El Chele) era conocedor de señales de campo, encendía lámparas Coleman; Rigoberto (El Negro) experto en fogatas y en plantas medicinales. Por lo tanto, no me podía quedar atrás ante tantas vivencias. Le rogué a mi progenitora no sé cuántas veces, hasta que, cansada por mi insistencia me expresó su aprobación.

Me presenté a la plaza de Guadalupe con todo mi equipo. En la mochila llevaba una hamaca, una sábana, una bolsa de pinol con azúcar, una barra de pan, tres latas de sardinas, jabón de baño, paste, shampoo, repelente para mosquitos, ropa, y, por si era necesario, un frasco de Zorritone en jarabe. Yo me sentía preparado, repasaba una y otra vez las posibles necesidades que se presentaran y confiaba en el contenido de mi salbeque para enfrentarlas.

Entonando las conocidas canciones caminamos hasta la carretera panamericana que conduce a los pueblos del norte. En ese momento no me preocupaba un dolor que apenas se percibía en mi espalda y los pies, el entusiasmo enmascaraba la amargura que apenas iniciaba. Un viejo camión Ford, con barandas de hierro oxidadas, se detuvo para llevar a todo el chavalero que sin precaución alguna cruzamos la carretera y lo abordamos. El pito que colgaba de mi cuello por primera vez y, que desde el inicio de la jornada venía sonando, desapareció, supe que el collar se había roto cuando, en medio de los cantos, quise acompañar las canciones y solamente un trozo colgaba enredado en el botón de la camisa. Primera pérdida.

El transporte nos dejó a la entrada de un camino, que exhibía el impacto del verano. Al fondo el extinto volcán que nos esperaba con toda su majestuosidad. Abrimos una enorme cerca de alambres y, después de un conteo rápido de los participantes, nos adentramos en un terreno seco, a ambos lados se miraban únicamente algunos jícaros. La marcha se inició guardando el orden: primero arrancamos los menores guiados por el jefe del grupo; los mayores ocupaban los últimos lugares de la fila. Yo caminaba detrás de Nacho y Fernando Sandoval. La desolación del camino no me preocupaba, según mis expectativas, llevaba suficiente alimento para varios días. Poco a poco el camino fue agotando mi entusiasmo y mis energías. El polvo era fino, volátil, a medida que pasaban las horas se tornaba caliente y subía casi a las rodillas. No había casas, ni ranchos, los cercos desaparecieron cuando el camino polvoriento se convirtió en rocoso con una inclinación que se acentuaba paulatinamente. La pañoleta vistosa, café claro, distintivo del grupo, se sostenía con un nudo verde y blanco, que, sin avisarme, decidió abandonar mi compañía. Sequé mi sudor con ella varias veces, lo que antes era un atuendo elegante, ahora era una toalla húmeda y mugrosa. Alguien comenzó a cantar para levantar los ánimos, creo que levantó todos menos el mío. Seguimos caminando y de repente desapareció el camino y también desapareció mi pañoleta. Segunda pérdida.
Apareció la deshidratación y el cansancio, alguien dijo que dosificáramos la ingesta del agua porque el camino es largo y posiblemente no encontremos más adelante. Esas indicaciones, para mí, pasaron desapercibidas, en menos de dos horas de camino ya la cantimplora que con tanto cariño mi hermana Mayra me regaló, contenía menos de la mitad del líquido vital. Fernando Sandoval, con cara de tristeza, se me acerca asegurando que en un libro de supervivencia leyó que detrás de las pencas, en los terrenos desérticos, siempre se encontraba una vertiente de agua, a partir de ese momento comenzó nuestra búsqueda infructuosa del fantástico oasis que mencionaba. Confiado en su conocimiento, consumimos toda el agua que cargaba. Nunca apareció el manantial divino. Nos llenó de alegría encontrar el único jícaro en varios kilómetros a la redonda, nos sentamos, sentimos un poco de alivio con la sombra discreta del árbol y emprendimos el camino nuevamente. No pude percatarme de que mi bella cantimplora quedaba sucia y vacía entre las raíces. Tercera pérdida.

Llegamos a un pequeño claro donde nos reagrupamos y escuchamos las recomendaciones de seguridad que tomaríamos a partir de ese momento. Serpientes de cascabel, escorpiones, tigrillos y avispas formaban una lista interminable de amenazas que debíamos sortear. No separarnos del grupo era otra orientación que repetía insistentemente el líder. Aprovechamos para comer, Nani y su hermano prepararon un sabroso pinolillo con el agua que conseguimos negociando unas galletas con uno de los compañeros, yo aporté una lata de sardinas y pan. Mejoró nuestro ánimo, lo que me permitió presumir el cuchillo multifuncional que mi hermano Ramiro me obsequiara recientemente. Me dormí un rato recostado a mi mochila. Creo que dormí una hora, hasta que el pito de Miguel Fuentes hizo que continuáramos la marcha. Optimista, descansado, hidratado y alimentado, me ubico en la fila para partir. En el lugar donde descansé, entre la arena y la hierba seca quedó mi cuchillo. Cuarta pérdida.

La caminata cuesta arriba en un terreno irregular, el calor y el viento cargado de arena, hizo que regresara con más intensidad la deshidratación y, por supuesto, el cansancio. Ya no teníamos con qué negociar para obtener agua, sin darme cuenta, cayeron de la mochila las sardinas y el pan. Reviso todos los depósitos del equipaje y solamente encuentro el frasco de jarabe que mi madre me había empacado. Tratando de ser lo más justo posible, bebimos el jarabe hasta que el recipiente quedó vacío. Se calmó la sed, volvieron los ánimos, pero el sendero se inclinaba todavía más.
Prudentemente, al rato de caminar, el jefe ordena un alto a la marcha y decide que nuestra aventura termina en ese momento, que no llevamos ni la mitad del camino y la mayoría de los novatos exploradores estábamos agotados. Me llenó de alegría aquella decisión, mi escasa energía apenas daba para mantenerme de pie y la idea de dormir a la intemperie, según eran los planes iniciales, me hundía en el más cruel de los desamparos. Creo que fui el primero en iniciar el regreso, sin esperar que se organizara la fila. Mi mente estaba fija en llegar hasta la carretera. Los hombros me dolían, los ojos enrojecidos eran incapaces de contrarrestar el polvo que, como remolinos, se levantaba sorpresivamente. A cada paso los pies se volvían más pesados y en los bordes de los zapatos las chonelas que crecían y manchaban los calcetines de sangre. El calzoncillo Tricotextil, regalo navideño reciente, también se puso en mi contra, aportando a mi desgracia la piel escocida que suele acompañar a los miembros del selecto grupo de chavalos con los pies planos, debajo del tejido elástico de la ropa interior. En un descanso, me tiré al suelo, puse mi mochila de almohada y me dormí hasta que nuevamente el sonar de un pito anunciaba el reinicio de la jornada. Me levanté con la mirada hacia el suelo y dolor de cabeza. Mi atención se centraba en alguien delante de mí, no recuerdo quien era, su marcha desconsolada era igual a la mía: llevando los brazos caídos y la boca entreabierta. Después de caminar un largo trecho, me doy cuenta de que no llevo la mochila. Quinta pérdida.

El camino viejo y polvoso que habíamos dejado varias horas antes apareció y con él, los cercos de alambre de púas. Uno de los compañeros propuso la fantástica idea de acortar camino, según él, cruzando los terrenos limitados por los cercos. No sé si fue buena idea, pero todos seguimos tal orientación. En algunos casos lográbamos pasar encima de los alambres y en otros, nos tocaba sufrir entre los hilos punzantes. No sé en cual de esos cercos quedó el bello sombrero que me compraron donde mi estimado amigo el doctor Bayardo Barrios. Sexta pérdida. Seguimos caminando. El orden que llevábamos al inicio se rompió, cada uno caminaba a como quería y podía, el momento no daba cabida a los cantos hermosos que solíamos entonar en las fogatas y en los encuentros pasados. Llegar a la carretera era la meta, la esperanza y el consuelo. De pronto un caballero con cara de ángel, montando un caballo, se fue acercando hacia el raquítico jícaro bajo el cual descansaba por trigésima vez. Imagino la desesperación que habrá percibido en mi rostro careto que desamarró su calabazo, descendió del caballo y me dio a beber los más exquisitos tragos de agua que he probado en mi vida. Su bondad no terminó con calmar mi sed, sacó de su alforja un tamal que, según me explicó, era hecho de maíz y carne de venado. ¡Riquísimo! Busqué a mi primo Nani que, recién nos separamos, y compartimos aquella bendición. El campisto nos dijo que estábamos a tres kilómetros de la carretera y contemplando nuestro infortunio, decidió prestarnos el caballo para completar la ruta.

A pesar de la ayuda recibida, fuimos los últimos en llegar. Algunos con sonoras carcajadas se burlaban de ver al campesino halando al potro con el par de jinetes derrotados. Le dejé de recuerdo al camino desalmado: mi bordón, mi sombrero, mi mochila, mi cuchillo, mi cantimplora, mi pañoleta y la promesa de no volver a recorrerlo.



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Escritos en Nicaragua

11 comentarios:

guayo dijo...

Todos a los que nos gustaba la aventura en el monte saliamos y seguimos saliendo incompletos. Pero siempre rebalsando de recuerdos bonitos, de experiencias inolvidables y pensando en la proxima aventura. Gracias por su relato, vivien en el, mis propias experiencias.

Anónimo dijo...

Jfae. Excelente escrito. Los recuerdos son para siempre. Exitos

Margarita Munguia dijo...

Mi estimado amigo, buen escrito que me revivió recuerdos de niñez, sentirnos dichosos que pudimos experimentar experiencias y aventuras que nos ayudaron a forjar las personas que somos hoy y que esta generación con teléfonos inteligentes está careciendo. Gracias y sigue deleitándonos con tus escritos

Myriam dijo...

Jaja me he reído imaginándo paso a paso dejando todo el paquete de supervivencia y los hombritos caídos y cabizbajo a lo largo del camino de retorno 🥰

Anónimo dijo...

Jaja me he reído imaginándolo, paso a paso, dejando todo el paquete de supervivencia y los hombritos caídos y cabizbajo a lo largo del largo camino de retorno 🥰

Anónimo dijo...

Jaja me he reído imaginándolo, paso a paso, dejando todo el paquete de supervivencia y los hombritos caídos y cabizbajo a lo largo del camino de retorno 🥰

Anónimo dijo...

Soy Nacho y recuerdo que decidimos regresarnos al ver qué aquel cerro "crema" era formado por una densa vegetación seca, más alta que nosotros y que parecía no se podía atravesar. La sed y el cansancio eran extremos. A Dios gracias, sobre ivimos. Gracias primo por recordarnos estos momentos

Roger F Moreira dijo...

Como chavalo de esa época me identifico con las hazañas y aventuras que uno tuvo. Mi experiencia de campamento fue en 1977 (colegial) en el campo de Fútbol del Colegio San Luis.. si fue parte de Boys Scouts. Todo ese campo lleno de casas de campaña..tenía 14 años en ese entonces..

Anónimo dijo...

Soy Donald.
Es grato leer un contenido que te traslada a la época de la niñez y adolescencia. Con esta lectura pude visualizar cada detalle narrado, pero sobretodo, me quedé pensando que la séptima perdida podian ser los zapatos o los pantalones jii..
Gracias por la narrativa y felicitaciones por esa capacidad de memoria y el dominio progresivo de la escritura, a mi amigo Gerardo.

Alberto dijo...

Muy buena historia, al parecer... Había que viajar ligero 🤣

Anónimo dijo...

Harvey: muy bueno tu relato, entretenido y sobre todo realista, se le agradece Doctor.