lunes, 24 de marzo de 2025

¡Cuánto te amamos, tía Lory!


Escritos en Nicaragua
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¡Cuánto te amamos, tía Lory!

Vi a mi madre que, con alegría, sostenía en su mano la carta que esa mañana le habían llegado a dejar del correo. Era el de la tía Lory, aquella prima lejana, quien emigró al Gran Norte siendo apenas una adolescente, cuando en el puerto de Terebinto, uno de los oficiales de un acorazado que durante un mes estuvo en visita de buena voluntad, se enamoró sin remedio de ella. Aquel marino profesional no perdió tiempo e hizo arreglar sus papeles, mandándola a traer un mes después que el buque había partido.

En la familia, a grandes pinceladas, todos conocíamos la historia —¿o leyenda ya? — de la tía Lory. Sí, aquella joven de las fotos borrosas y en color sepia en donde se veía una morena altiva, con un rostro que evocaba a una Sophia Loren en sus tiempos más sazones. Ella enviaba a mi madre una carta, acaso cada tres o cinco años.

Según decía mamá, la suerte de la tía Lory había sido única en su género. Además del dinero en abundancia que ella disponía, originado por el conveniente casamiento con un grannorteño de abundantísimos recursos, con quien al final ella recaló como su esposa, ella también se había encumbrado en aquella rígida y acartonada sociedad de la costa este, en donde Rudy, su marido, de quien recién enviudó, fue el accionista principal de un periódico muy reconocido.

Hablar de la tía Lory en la casa de mi madre, era como filosofar sobre el tema de la abundancia máxima y sus mecanismos para conseguirla. Sus cartas hablaban de viajes a destinos fabulosos, de joyas de Tiffany´s; de fiestas de inimaginable grandeza y boato. Ella era aquella pariente rica que logró el sueño grannorteño; la que llegó muy alto por su elegancia, por su distinción, por su criolla inteligencia innata; por saber estar allí donde había que estar; por haber parido y sabido criar a unos hijos modelo. “Y claro…” —afirmaba mi madre— “eso tuvo su recompensa; la tía Lory vive ahora la cosecha de tanta abundancia y de buen vivir”.

La tía Lory, una figura que representaba tantas cosas buenas, un inigualable modelo a seguir; se dignaba a venir a pasar unos días a Ciudad Agrícola, alojándose en la casa de mi madre. “Me voy a agasajar en ocasión de mis setenta calendarios…vividos con tanta gloria”, pude leer en un párrafo de aquella carta perfumada y con letra tan preciosista.

El día que mi madre tanto ansiaba, por fin llegó. La llevé al aeropuerto para ir a recoger a la querida tía Lory. Claro que sí, fue en la camioneta y no en carro, porque, según mi mamá, ella debía traer varias maletas…cargadas de regalos para todos.

“Seguro que trae obsequios de la tienda Neiman Marcus”, aseguró mi madre. “Me cuenta que solo allí compra, que no va a otra cadena de almacenes más que esa. Debe venir con varias de esas cremas de quinientos dólares…es que la Lory se mima tanto…”, concluyó con una sonrisa.

Por supuesto. Pagamos el salón VIP del aeropuerto. No podíamos desentonar. No teníamos excusa para reparar en atenciones a alguien de ese calibre.

Vimos entrar al salón VIP, acompañada de un oficial administrativo, a la mítica tía Lory. Memoro su porte garboso, su figura espigada; sus gestos estudiados de maniquí, su caminado de estudio, al que no le habían quitado un ápice de su elegancia los naturales estragos de la implacable biología. Trajo solo una maleta tipo carry-on y una diminuta cartera roja escarlata de Louis Vuitton.

“Claro. Es que, acostumbrada a tanto viajar, sabe que andar liviano es lo mejor”, justificó mi madre. “A veces eso de cargar tantos calaches, es bastante incómodo”, aseveró.

Llegamos a Ciudad Agrícola. Nos sorprendió que la tía Lory apenas sí comía. Prefirió unas microtajadas de sandía, un trocito de melón y un banano, según expresó, “para mantenerme bien hidratada”.

Los primeros días en Ciudad Agrícola fueron alegres. Llevamos a la querida tía Lory a pasear. Le produjimos un DVD con una selección muy bien curada de con los videos y fotos de su estadía; le celebramos una piñata…para su piña de años. La llevamos a los termales de Aguascalientes; le traíamos a la casa a un reputado masajista cubano; le compramos flores en La Grecia, le llevamos mariachis. Mi madre se encargó de que aquella estadía fuera más que memorable.

A la semana de estar en la casa, en donde ella decía que “quiero venirme a vivir aquí; estoy tan cansada del lujo, que volver a vivir las cosas sencillas”, fue que se empezaron a notar ciertas singularidades de la querida tía Lory.

Mandó una vez a Fátima, la asistente del hogar de mi madre, a comprarle unas supuestas medicinas; aunque el papel que le dio consignaba, sin extravíos, la dirección de la Chepana Artola, una reconocida cantina que había dejado de existir a principio de los ochenta. “Un litro de guaro lija”, decía la última línea del papel que ella acompañó con un billete de veinte dólares.

Los primeros días, ella se acostaba temprano, a como se decía que eran las señoras de antes. Salía, según justificaba, a caminar; para hacer ejercicio, lo que no se hacía en la casa, siendo es la causa, claro está, “por lo que mi vitalidad siempre se mantiene en overdrive”. Alguien dijo que había visto a la tía Lory jugar animadamente el toro rabón en el garito de Payo Bonilla, no lejos de la Iglesia de San Antonio.

Fue como a las dos semanas cuando mi madre, reunida con sus amigas, mayores como ella, en el grupo de oración de los miércoles a la tarde. Estaban rezando todas abrazadas, cuando la querida tía Lory se despertó de una siesta. Se fue directo al grupo de señoras y les dijo, no sin su refinada cortesía del gran mundo: “Me tienen muy preocupada, chicas… ¿en qué gran pecado vivirán que todas las semanas tienen que estar rezando?”.

Mamá lo tomó por el lado amable. Pero eso no fue nada. Una de esas tardes vimos a un tipo en moto, un chaval de no más de veinte años, quien se paró en la puerta de la casa y la aceleraba con furia. La querida tía Lory salió de su cuarto vestida con una chaqueta negra de cuero con una calavera estampada en su espalda. “Por ahí vengo…, no me esperen temprano”, le dijo a Fátima aquel jueves al despedirse, ya que mamá andaba en la hora santa.

La querida tía Lory regresó como a las dos de la mañana. Mi mamá a esa hora ya estaba con dos pastillas para los nervios, conjeturando si la habían secuestrado; si había tenido un accidente fatal; si esto o lo otro; que quién era ese muchacho que la llevaba a pasear en moto.

Entró dando gritos y vivas en ese vecindario tranquilo de aquellos días, antes de que el mercado, actualmente, se terminara de tragar esa recordada casa solariega. Sostenía alzada una botella de ron barato, la cual la tomaba “a pico”, cantando a gritos canciones de música grupera.

Mamá al día siguiente no quiso ni salir a desayunar. Y no fue tanto por la conducta de la querida tía Lory, sino por el contraste en la figura que ella nos había promocionado: racimo de virtudes, vergel de hábitos correctos, la esposa abnegada que le dio y crio hijos espléndidos a aquel grannorteño ¬—chele, alto y con billetes— que fue un prohombre, que tenía una calle con su nombre y apellido dedicado por la municipalidad de Phyllis, y quien la dejó forrada de billetes, blindada ante cualquier vicisitud imaginable con que la artera vida pudiera emboscarla; el non-plus ultra de los modales correctos, las reina de las buenas maneras, aquella que se sabía a la letra, punto y coma el Manual de Carreño, ese prontuario que debía ser tan útil en esos círculos tan exclusivos donde ella nadaba en su natural elemento.

Luego de ese episodio, la querida tía Lory estuvo todo el día narrando lo bien que la había pasado en compañía de Liki, el motero que la vino a traer. Solo lamentó la gran ampolla que ella se hizo en su pantorrilla, quemada por el escape de la moto, pero ella juzgó que no era nada en comparación con la adrenalina y gozo de esa jornada. “Ay, estos chavalos”, dijo crípticamente la querida tía Lory con una pícara sonrisa.

Se antojó de un viaje a Diamante, a esa provincia bulliciosa y comercial. La querida tía Lory alquiló un vehículo en la ciudad, se preparó en detalle para el viaje. Acordamos que lo mejor era contratarle un chofer, ¡ah sí!, fue a Mencho Ayala, para que la anduviera donde ella deseara.

La querida tía Lory se alistó temprano, con mucha ilusión, porque según dijo, “mi agenda, para este finde, es muy ambiciosa, chicos”. Según testimonio de Mencho Ayala, parquearon a la orilla de un caramanchel a la entrada de Diamante. Dentro de este, ella estuvo escuchando música grupera mexicana, la cual seleccionó para que le quemaran varios CD, mientras se aplicaba con disciplina de tratamiento médico, altos caballitos de tequila, los que escanciaba de una botella de Corralejo. Narró, además, que ella pidió ir a lugar conocido como El Punto, donde se bajó donde un tal Punche, un manco quien le dio una caja de zapatos, en donde venían, envueltos con primor de empacadora de regalos navideños, varios churros de marihuana, de los cuales la querida tía Lory fue fumándose con deleite hasta que Mencho Ayala le pidió detenerse en la vía, ya que él, según sus palabras, “andaba ya bien pijeado de tanto humarascal dentro de la cabina”.

“¡Esta moña sí es calidad!”, exclamó con alborozo la querida tía Lory al darle las primeras subidas a un churro que parecía más bien un rollo de manzanilla, “…no ese zacate viejo con que a una la estafan allá en el Gran Norte”, justificó. Luego, después de haber catado la hierba, pidió con urgencia ir a Provincia Perla, en donde, preguntando, fueron a dar a Terrabona, lugar que, según le decían sus amistades allá, en la muy conservadora y antigua ciudad de Phyllis, que allí producían una de las mejores cannabis del mundo, la que era ya —de facto— una legítima denominación de origen.

“Compró un gran fardo”, confesó Mencho, tomando él, hasta entonces, conciencia de la grave eventualidad de que hubieran podido detenerlos a ambos por tráfico de estupefacientes.

Dijo que la jornada de ese día terminó en el Mama Nola, en las inmediaciones del aeropuerto internacional, aquel antro que los sábados tenía bailes de desnudos, en exclusiva, para público femenino. Allí estuvo la querida tía Lory hasta la madrugada del domingo, en que Mencho la subió al vehículo en calidad de bulto, habiendo ella consumido más tequila que el más campeón de la mafia mexicana.

La querida tía Lory pasó en casa de mi madre un total de 27 días, vividos con intensidad…para ambas partes. El episodio que puso fin a su estadía, o, mejor dicho, a la extendida celebración de “mis primeros setenta años”, como ella decía, fue cuando en nuestra casa de mar, su celular empezó a timbrar sin parar.

“Contestá, Lory”, le dijo mi madre. Ella, de manera extraña, no quería atender la llamada.

El teléfono siguió frenético repicando sin cesar.

“Puede ser algo urgente”, repitió mi madre.

La tía Lory hizo un gesto despectivo. Pasaron unos segundos. Entonces se arriesgó a contestar y puso la llamada en altavoz.

Se escuchó la voz de un muchacho, quien, en inglés, reclamaba con ira, no sin intercalar un insulto hacia ella, cada tres o cuatro palabras. Preguntaba que cuándo ella regresaría, ya que él ya no tenía nada para comer; que lo que le había dejado en la refrigeradora, hacía ya varios días se le había acabado. Quedó claro que él pedía que le enviara dinero. 

“Pero… ¿y ese quién es, Lory?”, dijo mi madre alarmada por la virulencia en el tono de aquella voz.

Se hizo un silencio. La querida tía Lory sonrió con malicia.

“Es mi novio, Little Jimmy”, dijo ella. “Acaba de cumplir los veinte. Todos los hombres son cortados con la misma tijera, tanto a los veinte como a los noventa. Mañana mismo me regreso”.

* Esta bitácora se publicó originalmente en Cambio Cultural 



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