martes, 29 de abril de 2025

Garmendia


Escritos en Nicaragua

presenta a


La maleta de mamá

Fue en aquellos días en que mi madre decidió por fin operarse de esa “goma” o tumor adiposo que le había surgido en una de sus pantorrillas desde hacía ya un par de años, pero que por desidia lo dejó allí sin revisárselo, sin atendérselo, y este creció tal cual como la masa con levadura.

“Por favor llamen al doctor Garmendia, en el hospital de Puerto Terebinto; quiero saber todo de esta operación. Le tengo terror a la anestesia”, dijo ella con su acento de niña. “No quisiera morir durante el sueño”, concluyó.

El doctor Antanas Garmendia, al teléfono, trató de calmarle sus temores.

“No se preocupe doña Cayetana”, le dijo. “Es con anestesia local, mi estimada señora; usted estará despierta y bien lúcida cuando yo la opere”.

“Ojalá así sea”, ripostó ella, “he visto casos que se complican de un momento a otro, y siempre salen con eso…de que el paciente no aguantó la anestesia, o bien, que la dosis fue excesiva”.

“Este es un caso muy simple”, replicó el doctor Garmendia. “Aquí en este hospital nadie se nos ha muerto al extraerle un quiste o un tumor benigno como en este caso. Esto es de cirugía ambulatoria. Es posible que el mismo día de la intervención la despachemos tranquila para su casa”.

Al final de la tarde el doctor Garmendia la llamó por teléfono asegurando que la fecha de la operación sería en 10 días calendario.

Fue entonces cuando mi madre empezó los preparativos. Hizo maletas como si tal fuese a ir de excursión a transitar el río Nilo desde su nacimiento hasta su desembocadura.

Aquello fue un espectáculo adorable. Hoy mucho más debido a la nostalgia que me ha dejado su repentina partida.

En una maleta antigua, de esas que fueron las bisabuelas de los contemporáneos carry-on, arregló ropa como para dos semanas; dobló cuatro quimonos de imitación japonesa; tres gorras plásticas para evitar mojarse el cabello en la ducha; tres pastes; tres pastillas de jabón; al menos siete juegos de ropa interior; cinco brasieres, cuatro peines de distinto estilo; tres salidas de baño de hilo y bordadas con su nombre; dos panas plásticas; tres cobijas, un juego de ropa de cama, ocho bolsitas de cloro; una vejiga de hule con tapa para agua caliente; tres pomadas de distintos usos; cinco pares de medias gruesas (algo paradójico en el calor de Puerto Terebinto, de norma en 38 a 40 grados Celsius). Empacó también dos cepillos de dientes, dos tubos de dentífrico, dos garruchas de hilo dental encerado, tres sedinas de hilo de coser de distintos colores, cuatro agujas para el mismo propósito, y de cierre, como si fuese algo capital, dos frascos de Zepol, uno de tamaño ultragrande y el otro de presentación convencional, “por si acaso”, según nos dijo con solemnidad, así como su infaltable botellita de Agua de Florida, para sus frotaciones de rigor en sus fatigadas articulaciones.

Era un espectáculo ver la maleta voluminosa llena de tantas prendas de vestir, de adminículos y consumibles de higiene personal. Esta tenía ya un peso considerable.

Llegó al fin el día de la operación y nos fuimos por la mañana hacia el hospital de Puerto Terebinto. La operación estaba programada a las 11.00 a.m., pero ella debía estar a las 7.00 a.m. para las valoraciones previas.

Ingresamos al hospital y ella pasó al proceso de admisión. La intervención transcurrió sin problemas, aunque duró más de dos horas. Sin embargo, el doctor Garmendia, en su tono amable y de ceremoniosas maneras de gentleman, nos dijo que el tumor pesó más de cuatro libras, que aparentemente era de naturaleza adiposa, y que había que dar gracias a Dios. Como un detalle acaso menor, nos confió que ellos tuvieron que hacer unos ajustes para plisar la piel sobrante en ese espacio vacío. Que sería mejor que a mi madre la dejaran en observación por esa noche en el hospital. Añadió el doctor que él andaba un poco sentido, porque el día de la operación, durante un descuido, por un agujero del bolsillo de su pantalón se le escapó su valiosa pluma estilográfica, dándola ya por perdida. Que esta había sido un regalo de su madre cuando él se graduó de médico hacía ya tantas lunas.

Los tres acompañantes nos fuimos a un restaurante cercano a almorzar, asegurándonos que a nuestra progenitora le dieran su alimentación requerida.

Después del almuerzo fuimos a dar un paseo por el muelle y el centro de Puerto Terebinto. Caminamos por el parque central viendo los derruidos monumentos y otras edificaciones que eran testigos silentes de sus pretéritos tiempos de fulgor, por el comercio de materias primas durante las dos guerras mundiales del siglo pasado. Atestiguamos su triste soledad descarnada; sentimos el fuego vivo de su sol y su atmósfera de olvido y desventura entre el sonido abrumador de las cigarras en los malinches de sus polvorientas calles que parecían arder. Sentimos las vaharadas acres emanadas por los desperdicios expuestos al aire libre y el tufo a excrementos por los alrededores. Recordamos que esta ciudad sostenía el récord del sitio más caluroso de Centroamérica, marca imbatible desde 1969. Sus veredas hirvientes a la hora del mediodía lucían desiertas en el medio de los espejismos de la reverberación, divisando solo a uno o dos transeúntes, los que como fantasmas errantes se movían usando sombrillas femeninas y mantillas envueltas sobre sus cabezas para paliar el fervor inmisericorde que a todos nos imponía el Astro Rey.

Sudados ya y al borde de la insolación, nos guarecimos de urgencia debajo de un frondoso almendro que se ofrecía generoso al extremo de una cuadra, cerca de una callecita que llevaba derecho hasta una costa sucia y de lodos viejos. Allí, como en una alucinación, estuvimos esperando que menguara la asfixiante temperatura. Buscamos con urgencia una pulpería para tomar un refresco. La señora que nos atendió tenía más de un espectro diurno, de una sombra al mediodía, más que de un ser humano. Una vez nos despachó lo solicitado, y esta, sin mirarnos, sin despedirse, se perdió hacia el interior del exiguo galillo de la pulpería, localizada al tope de una corta vereda desde donde se apreciaba una parte del nuevo malecón.

Casi al caer la noche nos acercamos de nuevo al hospital. Nos dijeron que mi madre estaba ya dormida por los sedantes para el dolor. Buscamos un hotelito donde pasar la noche, no lejos del puerto y a unos dos kilómetros del hospital.

Vimos a mi mamá de buen ánimo al día siguiente durante su desayuno; entramos uno a uno y pudimos conversar con ella. Ya había hecho varias amistades, matronas mayores al igual que ella, convalecientes por intervenciones quirúrgicas o internadas como pacientes crónicas. Ella, muy orgullosa, nos presentaba como sus hijos y esposo ante su círculo de nuevas amistades.

“En la noche, como a las doce, me vino a ver el doctor Arnaldo Armero, así como también, un poco antes del amanecer, el padre Ascensión Belivet”, nos dijo ella con entusiasmo. Narró que estuvo platicando con ellos y que el doctor Armero le proporcionó unas pastillas para el dolor que “fueron maravillosas”.

Sus compañeras de esa sala colectiva veían a mi madre con simpatía por ser tan conversadora. Era obvio que su don de gentes le había granjeado el pronto aprecio de estas.

Noté que una de las convalecientes se sonrió con las palabras más recientes de mi madre, aunque de una forma paradójica, pude apreciar también que esa paciente se quejaba de un malestar que le atenazaba el bajo vientre, colocando ella allí sus manos con un rictus de dolor.

Otra paciente hizo un amago de carcajada y cerró los ojos, tal como quien escucha un chiste al cual no quiere hacerle la concesión de una mínima risa.

Limpiamos con paños húmedos a mi madre, para quien dispusimos de dos adoquines en el baño común del hospital, para que las aguas grises no le tocaran sus sandalias; previendo una de sus fobias más temidas: la de contraer hongos o rasquiña.

Al final de la tarde le dieron de alta. Dos de nosotros los hermanos y mi esposa subimos a la ambulancia para acompañarla en el viaje. Allí, en la parte trasera de la cabina, estaban ya a bordo dos fornidos paramédicos uniformados. El conductor de esta unidad conducía a una velocidad de no menos de 150 kph. Puso la sirena en un nivel ensordecedor y que a todos nos taladraba los tímpanos. Íbamos más pendientes de ver cómo el chofer no colisionara a otro vehículo o atropellara a un peatón o que impactara contra una de las enormes vacas que pacían a la orilla de la vía, que del estado de salud de mi madre. Ella iba inmóvil, orando, tal y como en un éxtasis angélico, bajando a todos los santos del cielo para no perecer en la carretera.

Nos pusimos en muy corto tiempo a la casa familiar. Allí, como en las maniobras de descarga de un barco, bajaron a mi madre en una camilla. Luego la subieron en peso por las altas gradas de la casa y la llevaron con cuidado a través de tantos muebles, adornos y cachivaches diversos que atiborraban la casa. Entre ayes y suspiros de ella, con suma paciencia y cuidado, por fin la colocaron en su ancha y barroca cama matrimonial.

Nos despedimos de los paramédicos, no sin antes darles una gratificación por sus nobles diligencias.

Cayó la noche. Mamá le pidió a Sofana, la asistente del hogar, que por favor le buscara en la maleta su botella de Agua de Florida…pero ¡oh¡, ¡sorpresa! Por cierto…¿dónde está la maleta de mamá?

Entonces mi madre perdió el control. Alarmada, empezó a enumerar todo el menaje de cosas que la consabida maleta contenía: sus kimonos japoneses (ya todos habíamos olvidado que eran baratijas chinas de imitación de seda), sus jabones finos de especias, sus pastes cosechados con esmero en el fondo de la casa solariega; sus fragantes lociones y aguas de baño, sus linimentos preparados por una supuesta especialista botánica, su cepillo de dientes con mango de carey, su hilo dental con cera saborizada de canela, entre tantos otros artículos que ahora, al parecer, estaban ya perdidos para siempre.

Fue entonces cuando uno de los hermanos, el que acababa de llegar y que lucía su reluciente vehículo recién adquirido, a quien mi madre le pidió que por favor fuera con mi padre y otro hermano al hospital de Puerto Terebinto, porque la maleta no había sido abordada en la ambulancia.

“Son casi las diez de la noche, mamá”, masculló nuestro hermano. “El hospital debe estar cerrado a los civiles”, apuntó. “El viaje va a ser de balde”, repitió tratando de evadir la gestión a esas horas anómalas.

Al final, pudo más la insistencia de ella. “Ese carro nuevo tuyo debe ser muy veloz”, le dijo mamá con convicción. “En un suspiro vas y venís, mi muchachito lindo”, le rogó con amor de madre.

El hermano abordó su flamante automóvil acompañado por nuestro padre, así como por un amigo de la familia que por la tarde arribó de visita a la casa.

En efecto, se pusieron raudos hasta el hospital. Llegaron a las 9.57 p.m. Previsiblemente, el sitio estaba cerrado, solo tenía acceso para emergencias graves. De forma extraña, no se observaba a persona alguna por los alrededores. Un vigilante apenas se distinguía, más bien como escondido o agazapado, en un extremo del parqueo de la instalación.

Mi hermano fue donde él y este le advirtió que no había atención al público, sino sólo para emergencias graves. Dijo que había una puerta de servicio, una entrada estrecha al final del ala derecha del edificio, situada contiguo a la alta malla ciclón que circundaba el perímetro. Que allí podían preguntar si es que recogieron algún artículo olvidado.

Se dividieron para la búsqueda de personal de servicio que les atendiera. Mi padre ingresó al área de emergencias, esperando que alguien pudiera proveerle una pista sobre el paradero de la maleta, mientras que mi hermano, junto con el amigo de la familia, se dirigieron hacia la puerta estrecha, junto al límite de la malla ciclón.

Pasaron los minutos. Mi padre regresó diciendo que no localizaron a ninguno del personal administrativo, pero que se encontró de pasada al doctor Arnaldo Armero, con quien estuvo conversando por un momento, diciéndole que él había asistido a mi madre, y que le manifestó a ella que se hiciera unos exámenes adicionales, puesto que él le había visto un cariz singular al tumor, lo cual ahora dejó a mi padre sorprendido y preocupado.

En cambio, mi hermano y el amigo de la casa dijeron haber conversado con un señor que se les presentó como Jacinto Dubón; muy afable, quien les manifestó que el padre Belivet anduvo buscando a mi madre para darle la bendita maleta, ya que por alguna razón, esta quedó olvidada en el punto de abordaje de vehículos, en el agigolón de la transportación de ella en el bólido-ambulancia, de la cual el conductor era adicto a la adrenalina que le proporcionaba las altas velocidades. Dubón les dijo al despedirse que, a la salida del hospital, pero del otro lado de la vía, él recién había visto al padre Belivet, y que con certeza, si el bus que él a diario tomaba justo en ese punto para regresar a Terebinto no había pasado aún, él allí estaría y les daría razón de la maleta. 

Se fueron los tres en medio de la abrumadora oscuridad del parqueo del hospital, y escudriñaron con atención a ver si identificaban al padre Belivet; pero no divisaron a individuo alguno.

Fue entonces cuando los tres escucharon una voz baja que decía “Por aquí, por favor, por aquí.”

Vieron que junto a un enorme y nervudo gomero -conocido aquí como palo de hule- estaba de pie una silueta difusa; un varón enfundado en una negra sotana, calado con una especie de boina vasca del mismo color. De manera singular, siendo de noche, el hombre usaba unos anteojos negros al estilo Yasser Arafat, los cuales impedían distinguirle sus ojos.

“¿Ustedes son los familiares de doña Cayetana?”, preguntó el religioso de manera cordial. El tono de su voz era como el de una flauta traversa, claro y limpio.

“Así es”, respondieron en coro los tres. “Es que olvidamos montar la maleta de mi esposa a la ambulancia”, justificó ahora mi padre.

Las facciones del religioso eran vagas, no definidas, como si un juego de sombras focalizado impidiera apreciarle sus rasgos de una manera directa y diáfana.

“Pues por aquí la tengo”, dijo el hombre vestido de negro riguroso, mientras pareció dirigirse hacia dentro del espeso tronco nervudo del árbol de chilamate, lleno de lianas sólidas como los gruesos cables de un barco mercante de los que recalaban en el puerto. 

Tras unos segundos, el hombre volvió a emerger de lo que los tres juzgaron ser el centro mismo del gomero. Cargaba en su diestra con ligereza juvenil la tan buscada maleta. Con una sonrisa bonachona, sin hacer contacto visual con ninguno, se la entregó a mi hermano, a quien se le vio doblársele el brazo por el peso desmesurado que esta había alcanzado, repleta de tantos calaches adorables de nuestra amada progenitora.

“Muchas gracias”, atinó a decir mi hermano cargando ahora con esfuerzo la maleta. Mi padre se había ya acercado y también se deshacía en agradecimientos con aquel hombre de recia complexión, y quien parecía alejar la cabeza del punto de visión de quien quisiera observarle de forma directa e intentar discernir sus inciertos rasgos fisonómicos.

“Me le dice a doña Cayetana que le envío saludos y que a mediados de año vamos a hacer un viaje ”, dijo el hombre de negro, destellando en medio de la oscuridad la luz de la arista de un pesado crucifijo que cargaba sujeto de un cordel, el que más bien parecía un humilde cordón de una bota anudado en varias secciones.

“Dígale también a su mamá que en una de las bolsas de la maleta guardé la pluma extraviada del doctor”, dijo crípticamente, como si fuese un juego de adivinanzas.

“Está bien”, contestó lacónico mi hermano, sin noción de lo que el hombre quiso decir, y tampoco sin apetito de hacer indagación alguna.

Regresaron a la casa a las once pasadas. Mamá estaba feliz por la recuperación de sus -para ella- tan valiosas pertenencias. Le narraron en detalle las peripecias del viaje. Ella escuchaba con mucha atención, pero se fue durmiendo suavemente, como en el medio de una plácida noche de invierno.

Fue a los dos días de la operación que el doctor Garmendia llegó a la casa. Mi madre le contrató para una consulta privada a domicilio, como parte del postoperatorio.

La auscultó, la revisó y juzgó la evolución de la herida. Dictaminó con optimismo el buen proceso de cicatrización. Vaticinó una pronta recuperación para que ella empezara de nuevo a caminar por sus propios medios.

“Fueron ángeles todos”, dijo mi madre en tono agradecido. “Principalmente, usted, mi querido doctor, quien Dios condujo su diestra mano para efectuar la operación”. 

 “Muchas gracias”, dijo el doctor Garmendia. “Es siempre la mano de Dios y también el impulso de nuestra vocación de servicio”.

“El personal de apoyo fue también admirable”, dijo mi madre con igual encomio. “La ayuda y aliento del doctor Arnaldo Armero y del padre Ascensión Belivet fueron formidables. También fue un arcángel ese señor tan amable como es don Jacinto Dubón. Son hombres de Dios, de un enorme corazón”, acotó mi progenitora. “Voy a mandar una carta de agradecimiento al hospital”, prometió.

Se hizo un silencio incómodo alrededor de la tertulia sostenida alrededor de la cama de mamá.

“Perdone, doña Cayetana…”, dijo ahora en voz baja el doctor Garmendia. “De seguro que debe haber un error…”, expresó el cirujano en un tono de extrañeza mientras nos veía a los allí reunidos, como sugiriéndonos un desliz mental o un síntoma evidente de deterioro o de grave perturbación en el razonamiento de mamá.

“Esas personas que usted menciona…, tienen por lo menos cuatro décadas de haber fallecido”, expresó el doctor Garmendia. “Es bastante insólito lo que usted está narrando, estimada señora”, atinó a decir.

“¿Por qué, doctor?”, nuestra madre replicó con naturalidad, sin sorprenderse en absoluto. “¿Cómo que están muertos?”, preguntó con una serena curiosidad.

“Porque esa es la realidad, mi querida doña Cayetana”, sostuvo con amabilidad y paciencia el doctor Garmendia. “Es que la biología no nos perdona a nadie”, acotó. 

“Perdone usted, doctor…”, intervino ahora mi padre. Los tres que fuimos esa noche al hospital, platicamos con esas tres personas. No lo soñamos ni fue producto de nuestra imaginación”.

De nuevo imperó un silencio abrumador.

“Eso…eso…es simplemente imposible”, repuso el doctor Garmendia, queriendo mantener en firme su escepticismo. “Debe haber una gran confusión”.

“Doctor Garmendia…”, dijo ahora mi hermano, quien se declaraba un no-creyente en grado superlativo, “nosotros hablamos con ellos, y por cierto, el padre Belivet le mandó a dejar a usted su estilográfica perdida”.

Hurgó él en una bolsa interna de la maleta de mamá, y de allí sacó una bolsa pequeña de estraza. Allí estaba envuelta la pluma junto a un trozo de papel marrón. El doctor Garmendia la revisó y comprobó que había recuperado su valiosa pluma; una reliquia sentimental de su madre hace tiempo ya fallecida. Con cara de sorpresa, y casi que en modo mecánico, a continuación, extendió el trozo de papel y leyó la nota manuscrita allí impresa: “Esta es la pluma del doctor Antanas Garmendia. El día de la operación de doña Cayetana la recogí debajo del quirófano. Gracias por devolvérsela al doctor. Vayan para él mis saludos. +A. Belivet”.

Mamá murió de Covid en 2021, el 19 de Junio, justo a mediados de año. Confío que se fue al paseo del que nos habló el padre Belivet.

* Esta bitácora se publicó originalmente en Cambio Cultural 


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