jueves, 17 de abril de 2025

Penitencia cumplida

Escritos en Nicaragua

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Penitencia cumplida

Jueves santo por la noche. Sentados en la acera gozando de una hermosa luna llena, estoy con mi madre, mi hermana Mayra y Julio Salazar en espera de la imponente procesión de “El Silencio”, ya se escuchaba a lo lejos el compás de los redoblantes y las campanillas de los carretones sorbeteros y raspaderos. Los faroles móviles, que tantas veces disputé con otros chavalos a la salida de la iglesia, dejaban ver la túnica blanca del Nazareno que avanzaba lentamente ya cerca de las diez de la noche.

—En otros tiempos ya teníamos todo listo para la vía Sacra— dijo mi sobrino Néstor, que sentado en la acera, también esperaba la pasada de la imagen.

—Yo quiero ir mañana, vamos a ver quién de ustedes quiere llevarme, aunque sea para rezar las primeras estaciones —expresó mi madre que durante veinte años había sido la mayordoma de la procesión del viernes santo.

—¡Yo te llevo madre...! —dije firmemente. Esperaba que a sus ochenta y siete años, y recién superada una crisis asmática, me solicitara después de la tercera estación, como máximo, que regresáramos a la casa víctima del cansancio y de la insolación.

Me levanté temprano. La noche anterior dejé preparada una camisa de mangas largas, zapatos deportivos, gorra y lentes oscuros, por lo que me alisté rápidamente tomé un desayuno ligero y unos minutos después, estaba tocando la puerta de su casa. Sale mi madre luciendo un sombrero enorme que apenas dejaba ver sus finas facciones, zapatos cerrados y su botella de agua.

—¡Vámonos…! —dijo tomándome del brazo.— Ya no tardan en repicar las campanas, son las siete y cincuenta minutos.

—Yo no atraso, estoy listo para acompañarte hasta la crucifixión si querés madre. —dije con un tono retador.

A las ocho de la mañana en punto, el Señor de la caída posado en su antigua tarima adornada con papel de peña y una solitaria palmera, iniciaba su pasión. En la torre, escondida tras las líneas interminables de festones, una matraca anunciaba la partida. Los cargadores, serenos y recién bañados, marchaban inclinándose a los lados al compás del redoblante. Nosotros, con prudencia, esperamos a que avanzara la multitud para unirnos silenciosamente.

—“Primera estación: Jesús es condenado a muerte…” —se escuchó la voz de Juan Bautista Olivares.–— “Adoramos té Cristo y te bendecimos, porque con tu santa cruz redimiste al mundo y a mi alma…” —respondimos a una sola voz. Las oraciones, los cantos y las hermosas marchas que compusiera el recordado músico Tomasito Mairena, llenaban el espacio de reflexión cuaresmal.
Avanzamos con un paso lento, yo sosteniendo su brazo derecho y, en la otra mano, la botella de agua. Buscaba en su rostro algún signo de cansancio para proponerle el regreso a casa. La fuerza con que respondía el Ave María y la seguridad de sus pasos me obligaban a guardar silencio y continuar la marcha.

—“Segunda estación: Jesús recibe la pesada cruz…” —leyó Juanillo, como era conocido el rezador. De nuevo los cantos y las marchas traían a mi memoria los tiempos en que mis abuelos y mi padre llevaban la batuta en el acto religioso. Tres cuadras recorridas. Todavía el nicaragüense sol de encendidos oros, como dijera Rubén; no llegaba a nuestros cuerpos con la intensidad del verano en pleno mes de abril. Guardo silencio, mi madre inclina la cabeza, reza sus oraciones y me dice: —“Sigamos pues…” 

“Después de la primera caída me pedirá que vayamos a casa…” Eso pensaba yo. Ella, sumergida en su acto penitencial, tenía otros planes. Saludaba a sus amistades, preguntaba por fulano y por sutano, regañaba a los sorbeteros que atropellaban a los promesantes, se sentía con el mismo derecho a mandar como lo hiciera en sus viejos tiempos. La botella llevaba la misma cantidad de agua, el sombrero, su principal aliado, le brindaba frescura de manera tal que su frente se notaba ajena a las gotas del sudor veraniego.

—“Tercera estación: Jesús cae por primera vez…” —expresó nuevamente el rezador. Un moño de corozos aromáticos y frescos fueron depositados en los brazos de mi progenitora. La imagen fue alzada en hombros nuevamente y seguimos avanzando hacia el encuentro de Cristo con su madre: La cuarta estación.

—¿Estás cansada madre? ¿querés sentarte un rato? ¿vas a tomar agua? A todas las preguntas respondió firmemente:

—¡No!

Jesús encontró a su madre, recibió el apoyo de Simón de Cirene, la Verónica enjugó su rostro ensangrentado, y mi madre, fresca y serena, me guiaba hacia la siguiente estación. El astro rey presentaba ya su brillante poder. Apenas dos tragos de agua se habían consumido de la botella y no se notaban signos de deshidratación en su rostro. Rechazaba mis numerosas propuestas de sentarse en las aceras y buscar la generosa sombra de un almendro o de un laurel de la India. El moño de corozos pesaba más a cada paso.
—¡Adiós Juanita...!

—¡Vení sentate un rato…! —gritó una señora que parecía cuidar un bello altar con velas, incienso, crisantemos y cortinas de seda al final de una alfombra bellamente decorada con aserrín teñido de varios colores y motivos pasionales. Habíamos dejado atrás a la imagen más de una cuadra. Era la séptima estación. Hasta ese momento, ya disfrutando de una mecedora, me solicitó la botella de agua para engullir un trago sin mucha sed.

—¿Te sentís bien madre? —le pregunto nuevamente con la esperanza de que expresara alguna queja.

—Ya vamos por la mitad hijo, creo que vamos a llegar hasta la estación catorce, me siento bien, no me ha atacado esa bandida tos.

—¡Perfecto…! —exclamé apoyándome en la pared en un esfuerzo por descansar y salvar a mis pies del calor del asfalto.

Octava estación: “El Nazareno, golpeado, humillado y ensangrentado, consoló a las mujeres de Jerusalén ofreciendo una mirada triste y desesperada…”

Novena estación: “Cayó nuevamente con la pesada cruz en la espalda, la sangre se mezclaba con el polvo, el dolor que provocaban sus heridas se comparaba con el pesar gigantesco en el corazón de su madre…”

Décima estación: “Sin el más mínimo pudor, los romanos, entre carcajadas y burlas, arrancaron las dañadas vestiduras ensangrentadas, y, como si se tratase de un trofeo, echaron a la suerte la posesión de estas…”

Era dramática la descripción del sufrimiento de Jesucristo que José Ramón Molina realizaba dejando ver los efectos de la insolación en su rostro, y, que, a lo lejos, se lograba escuchar a través de los magnavoces escondidos entre los papeles de peña. Mi madre cerraba los ojos, respondía a las oraciones y volvía a decir:

—¡Sigamos…!

“Tres estaciones más, estamos cerca…” Me consolaba a mí mismo. Los cargadores deshidratados escuchaban cabizbajos las oraciones. Los sorbeteros buscando sombra, dejaban de agitar las campanas pregoneras. Las calles frescas y regadas en las primeras horas, en estos momentos ya reflejaban el calor chinandegano que mis zapatos no podían contener. Un hermoso chilamate nos dio cobijo, la botella con el agua a la mitad descansaba en la bolsa trasera de mi pantalón. Mi madre siempre sonriente, contemplaba las flores de unos malinches cercanos y tarareaba las canciones que suelen entonarse en cada estación.

—Cuando lleguemos a la iglesia me buscas una banca para sentarme. —fue la orden que recibí y que sepultó por completo las esperanzas de regresar a la casa temprano. Ya estaba claro que las cuatro estaciones restantes las rezaríamos con la convicción mostrada hasta el momento. Resignado me dirijo a un carretón de chicha y, sin pausa, engullo un huacal fresco y rehidratante. Desde ese momento decidí no volver a realizar más preguntas.

Décimo primera estación: “Con lujo de crueldad y violencia, un soldado romano tomó los clavos de hierro, y mientras otro halaba las manos del condenado para colocarlas sobre un agujero en la cruz, comenzó a golpearlos con el martillo…”

Décimo segunda estación: “Después de soportar dolor y angustia, la posición cruel que impedía su respiración, después de un grito desesperado, Jesús encomendó al padre su espíritu…”
Décimo tercera estación: “José de Arimatea, se dirigió valientemente al palacio donde Poncio Pilatos reposaba queriendo parecer ajeno a la desgracia que su decisión provocó, pidió al pretor le entregara el cuerpo de Jesús para sepultarlo…”

Décimo cuarta estación: “Jesús es puesto en el sepulcro…” Todos hicimos la reverencia y respondimos con voz clara: “Adoramos té, Cristo y te bendecimos, porque con tu santa cruz redimiste al mundo…”

Llegamos a la esquina del Club Edén, quedaban un poco más de cien metros para entrar a la iglesia. Mientras yo buscaba una acera donde sentarme, mi madre seguía de pie rezando en voz baja el rosario, el cual interrumpía para responder los saludos frecuentes. Ya no había estaciones, pero el paso de la tarima parecía volverse más lenta, de tal manera que entramos a la iglesia en el momento que el astro rey se sitúa perpendicularmente a nuestros pelados cráneos. Logré con mucho esfuerzo avanzar entre la muchedumbre y, gracias a la cortesía de un caballero, logré sentar a mi madre cerca de la puerta lateral. Dos pasos adelante y uno atrás, era el ritmo de los cargadores, que parecían seguir los acordes de las marchas. Un discreto dolor de cabeza apareció, sumándose a la sed y el cansancio que ya me venían atormentando. Mi progenitora, sin embargo, continuaba con su oración sin mayor pena.

—Madre, ¿nos vamos? —dije con mucha cautela.

—¡Vámonos pues! ¡Parece que ya estás rendido!

Llegamos a su casa, nos despedimos. Al llegar a la mía, busqué los punches rellenos encargados, me tomé mi sopa de queso, disfruté de un guacamol exquisito y, sin perder tiempo, colgué una hamaca en el garaje y me dormí hasta las cinco de la tarde. Cumplí la penitencia hasta donde mis energías lo permitieron, pero mi madre, la flaquita asmática, después del almuerzo, cambió sus vestiduras, dejó su sombrero en la cama y regresó a la iglesia a rezar las tres horas de agonía del “Mártir del Gólgota” como si nada hubiese pasado.


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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bello recuerdo de lo increíblemente fuerte y del compromiso con su fe de mi hermosa mita 🥰

Anónimo dijo...

Hermoso, hemoso. Felicidades primo.