El beisbol ha sido parte de la vida de los nicaragüenses. Desde los tiempos de Tininica, Mateo Muñoz y Juan Deshón; pasando por el momento de Julio Lagos, Ofilio Zamora y Carlos Alemán; o las gloriosas temporadas de Pablo Juárez, Julio Molina, Julio Espinoza y Juan Oviedo; las hazañas de Próspero González, Genaro Llanes y Cayetano; hasta los más recientes como Ismael Munguía y Jesús López. En mi familia hemos seguido, apasionadamente, los éxitos de nuestros peloteros, así como hemos llorados sus derrotas. En el beisbol profesional o las grandes ligas, como suele decirse, también hemos gozado con las actuaciones de David Green, Denis Martínez, Vicente Padilla y otros pinoleros fabricados con gallopinto.
Todos tenemos un equipo en el beisbol organizado, aunque en su listado no figure algún nica, que nos provoca emoción; en mi caso: los Bravos de Atlanta, los Dodgers de Los Ángeles y los Cardenales de San Luis; especialmente las temporadas en que nuestro costeño patrullaba el jardín derecho dejando en la banca a una estrella llamada Willie McGee.
Doña Sonia Velásquez, tía de mi esposa, era fanática, su equipo preferido era uno de los más famosos de las grandes ligas: los Yankees de New York. Conocía a todos los miembros de dicho conjunto, además que llevaba al dedillo las estadísticas, el calendario de juego, la efectividad de los lanzadores y, sin exagerar, estaba al tanto del salario de cada pelotero. Conocía, mejor que muchos árbitros, las reglas de este gustado deporte, y no dudaba en exponer sus opiniones ante las diferentes apreciaciones que surgían de una jugada.
Después de tanta explicación, quiero contarles que se desarrollaba el Clásico de octubre del año 1997. Yo no quería perder ni un juego, puesto que esta serie se disputaba entre los Indios de Cleveland y Los Marlins de la Florida, estos últimos habían asombrado al mundo beisbolero, por clasificar, en apenas su quinta temporada, para la disputa del trofeo final.
Era un sábado cuando llego a la casa de mi suegra doña Chita Cáceres, costumbre adoptada desde el día en que firmé el libro de actas matrimoniales en presencia de Juan Pablo Betanco. Llevaba la esperanza que, después de compartir la cena, me sentara cómodamente frente al televisor a disfrutar de los batazos, atrapadas y demás emociones que el clásico beisbolero genera en los aficionados como yo. Mientras un sabroso nacatamal pasaba por mi garganta, escuchaba las bromas y carcajadas de Mario Kreutzberger conduciendo el famoso programa sabatino del cual, mi suegra, cuñadas y sobrinos eran fieles seguidores. Era absolutamente imposible desafiar a la fiel teleaudiencia que gozaba del chileno, con mis aspiraciones de ver el partido. Ni modo.
Estaba por llegar la resignación de unirme a la mayoría, cuando recordé que la tía Sonia, quien vivía a la media cuadra, seguramente estaba en sintonía de la transmisión del juego, y, sin pensarla mucho, a paso ligero me dirijo a su casa. En efecto, a medida que me acercaba, escuchaba la voz de una joven afroamericana que entonaba el himno de los Estados Unidos.
—Buenas noches, tía Sonia. Dije al subir las gradas que me llevaban a la puerta de su casa.
—Buenas noches mi muchacho. Me respondió cariñosamente, como siempre lo hacía.
—Tía, vengo a que me dé posada para ver el juego de beisbol; allá donde mi suegra todo el mundo está viendo Sábado Gigante.
—¡Claro que sí…! ¡Pasá adelante chiquito, sentate donde vos querrás…! —Me dijo sin dejar de buscar en su cartera un documento que le urgía encontrar —. Yo tengo que salir en este momento, pero acomódate; en el comedor hay frutas; en el refrigerador hay una limonada en un pichel blanco; y, si te apetece, tengo café y rosquillas.
—Gracias, no se preocupe, voy a probar de todo. Dije sin ocultar una enorme sonrisa.
Apertura del tercer episodio. Yo sentado cómodamente en una silla “abuelita” de finos acabados tallada en madera preciosa, antigua, una joya de la ebanistería. A mi lado un cesto con cáscaras de mamones y bananos, donde sobrevivía, para el final, un hermoso zapote. La felicidad llegó a su fin cuando alguien se asomó a la puerta:
—¡Sonia…! Gritó desde la acera, la recordada Profesora Milagros García.
—¡Salió hace rato…! Dije girando mi cuerpo para responderle a la visitante. De inmediato, la silla se rompió. Balancines rotos en incontables partes, respaldo y apoyabrazos, con el junco rasgado, se esparcieron en toda la sala. El ruido se escuchó hasta la calle en el momento que la tía Sonia regresaba de su mandado.
—¿Cómo estás chiquito? ¿te golpeaste? ¿tenés dolor en la espalda? —Me interrogaba preocupada a la vez que intentaba levantarme del suelo —. ¿Qué va a decir la Chita si te pasa algo muchacho? —La anfitriona gritaba pidiéndole ayuda a su amiga en su afán de levantarme sin éxito. El canasto con frutas lucía aplastado bajo mi cuerpo, el zapote que había reservado para comer en el octavo episodio decoraba la parte posterior de mi camiseta, como aquellas que solían teñir los orgullosos miembros del movimiento hippie de los setenta.
—No se preocupe, no me paso nada. Le decía tratando de calmar su ansiedad. Muy apenado, recogí la basura y los restos del mueble. Salí al patio, y en la oscurana busqué un lugar donde dejar los destrozos. Terminé de ver el juego en un sillón grande y fuerte donde, prudentemente, me invitó a sentarme sin dejar de expresar su pesar. No recuerdo quién obtuvo la victoria, me mantuve quieto y sudoroso hasta que cayó el último out.
—¡Buenas noches! Dije cabizbajo al despedirme. Escondí, hasta donde pude, la vergüenza y mi dolor de espalda.
A la mañana siguiente, me levanto temprano para ir en búsqueda de Chema Ramírez para que se presentara en la casa donde había ocurrido el percance y buscara como reparar la silla quebrada. Le pedí que acudiera a lo inmediato, la vergüenza me tenía muy incómodo. Apenas diez minutos después regresó, bajó de su bicicleta, tocó la puerta de mi casa; abro rápidamente y le pregunto:
—¿Qué pasó Chema, podés reparar la silla? ¿ya la llevaste al taller? ¿cuándo me la tenés lista? Insistentemente buscaba una respuesta que aliviara mi preocupación.
—¡No me jodás Gallo…! ¡desbarataste la silla…!
—¿Se puede reparar? Seguía con mi preguntadera.
—Vos estás loco, allí no hay nada que hacer, en el fuego estaban los pedazos quebrados calentando un perol de sopa de gallina, andá buscá como pagarla.
—¡Dale pues…! Dije resignado, mientras regresaba a la cocina donde estaba calentando unos frijoles.
El carpintero acomodó sus herramientas en la parrilla de la bicicleta, acomodó bien su gorra, limpió los anteojos, y se fue sin esconder una carcajada tras otra.
4 comentarios:
Una anécdota muy bonita ! Me alegra que menciones a los Marlin si son de mi segunda cuidad Miami, por un momento en lo que iba leyendo me di cuenta que Si mencionaste “Sábado Gigante “
My bonita la anécdota! Me alegra que menciones a Los Marlin, mi equipo de mi segunda cuidad Miami !
Felicidades Gerardo, me llevaste de regreso a Chinandega, recordando mis tiempos de fanática del beis. Como en una película las imágenes de doña Sonia, doña Chita y Milagros fueron apareciendo... "ví" la silla quebrada y tu pena reflejada en tu rostro. Seguí escribiendo.
Felicidades Dr.Gallo muy bonita anécdota la disfrute con risas todavía me imagino con el pesar de no haberse comido las frutas; lo importante que siguió disfrutado del Juego no importo el dolor de la caida abrazos.
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