—¿Cómo vas a hacer eso? —me dijo Servanda, una colega a quien, por cortesía, yo estaba transportando al aeropuerto para que tomara el vuelo de regreso a su país—. ¡Es un sacrilegio que vayás a poner combustible en una gasolinera que no es de nuestra marca!
—¿Pero por qué no? —repliqué con extrañeza—. Es mi vehículo, no es de la compañía. Es mi dinero; no me lo paga la empresa. Creo tener la libertad mínima de poner combustible donde yo quiera.
—No, no, no, no —respondió ofuscada—. Esa es una deslealtad. Debemos mantenernos fieles a la compañía. Uno debe ser fiel a quien le paga el salario.
—Pero debo ponerle combustible a mi vehículo. No hay una estación con la marca de la empresa en kilómetros a la redonda.
—No, no, no —dijo con ansiedad—. ¿Qué dirían otros si te vieran haciendo esto? Uno debe ser leal y comprometido con nuestra organización.
La joven mujer era una entusiasta colaboradora administrativa de la empresa para la que ambos laborábamos; ella en un país del norte y yo aquí, en mi nación.
Recuerdo que en las reuniones de trabajo era ella quien daba las alocuciones más vigorosas pidiendo “sudar más la camiseta”, “poner el corazón en cada tarea”, “dejar el pellejo por la compañía”, así como frases similares: “llevando el óvalo en el corazón”; “dar hasta el último aliento por esta empresa”.
Las suyas eran frases más para una gesta patriótica, para una batalla por la independencia.
La evoco pidiendo la palabra al final de las reuniones de área, las que tomaban lugar en algún país de la región. Siempre con la misma tónica: “debemos dar gracias a esta compañía que nos permite destacarnos al máximo de nuestras capacidades, regresando a nuestras casas tal cual y como salimos”.
No eran pocas las ocasiones en que ella criticaba alguna posición u opinión que implicara en los demás un atisbo de pensamiento propio o una postura de cautela constructiva ante las iniciativas. Murmuraba de “estos que siempre están bajando las rpm ante el ritmo y emoción que debemos ponerle al tema”.
En las reuniones regionales, cuando había que aplaudir a alguno de los ejecutivos que disertaban ante la audiencia, Servanda aplaudía con tal entusiasmo que, mis propios aplausos —lo confieso— me hacían sentir apenado; parecía como si yo tuviera dengue hemorrágico, paludismo o algún mal físico que me impidiera alcanzar el frenesí, el arrebato, el desenfreno, el éxtasis místico que Servanda alcanzaba al poner sus ojos en blanco y ovacionar a aquellos ejecutivos que decidían los hilos y las vidas laborales de tanta gente.
“No me merezco toda esta gloria corporativa que me ha antecedido”, llegué un día a pensar en una reunión, viendo a aquella colega que ponderaba las virtudes que, según su entender, debía tener alguien bendecido con la envidiable oportunidad de laborar para esa organización.
Su vestimenta era, casi siempre, ropa con signos corporativos de la empresa: camisetas promocionales, emblemas en la solapa. Usaba un broche que evocaba a un felino, el cual lucía, de manera curiosa, con tres pelos en su cabeza. Ese botón lo llevaba a la altura de su corazón, junto a otra memorabilia diversa de la empresa.
Su oficina, la cual conocí en más de una ocasión, era más bien un cuarto lleno de estantes con materiales promocionales. Las paredes sostenían artículos de branding y merchandising corporativo. “Sale más tarde que nadie de la oficina”, contaba otro colega, un amigo común. “A veces es la que apaga las luces en el departamento”.
Trabajar una jornada hasta las ocho, nueve o diez de la noche era para ella “lo normal”. En varias ocasiones le escuché decir que “es el mínimo vital que debo cumplir para alcanzar las metas que esta compañía me ha encomendado”.
No podía haber una colaboradora con más entrega y dedicación a lo que hacía. Recuerdo haber visto en su maleta de viaje una especie de gafete o placa plástica sujeta a la agarradera. “Mística: actitud y compromiso profundo que un colaborador debe tener hacia nuestra amada corporación”. En la bolsa de su computadora portátil había otra: “Proactividad en nuestra empresa es: anticiparse a los problemas y oportunidades, tomando la iniciativa sin esperar a ser dirigido”.
En ese entonces, supuse que si en verdad existiera un colaborador modelo perfecto en el mundo, y si Wikipedia o la Enciclopedia Británica se decidieran a desarrollar una entrada sobre la conducta ideal o platónica del colaborador universal, sin el menor asomo de duda, allí estaría la foto en colores de Servanda Juliana Althoria Peleter, el modelo a seguir por todos y cada uno de los terrícolas que laboran en una empresa.
Tiempo después, acaso un par de años de nuestra última reunión, se avecinaron cambios en aquella organización. La arquitectura matricial de los procesos administrativos obligaba a una “optimización con sentido”, a una “reorganización estratégica”, para “quitarle grasa a la organización” y “alcanzar los premios y recompensas por la reducción de gastos innecesarios”, según la jerga hueca de costumbre.
La nueva gerencia llegó con su portátil de encargados y, como quien saca huevos de una caja, fueron colocando nuevas personas en las posiciones —ahora reducidas, fusionadas y alineadas a otra gloriosa línea administrativa que “garantizará el éxito continuado de nuestros esfuerzos por mantenernos de número uno en el mercado”.
Servanda recibió un día una llamada de su nuevo supervisor para que lo viera en su oficina. Aquel era un tipo, cuando menos, curioso. De hábitos nocturnos, llegaba a la oficina a trabajar a las seis de la tarde y a esa hora programaba las reuniones. Su comida no se distanciaba ni un ápice de lo que ofrecía el menú de comida rápida de un establecimiento por todos conocido, pero que te da pena decir que te gusta.
La reunión con Servanda fue rápida e inequívoca. “Estamos optimizando procesos y hay personas a las que vamos a decirles adiós”, dijo aquel hombre de una manera impersonal, tal si hablara del clima o si confirmara, con certeza, cuántos anillos tendrá el planeta Saturno.
“La esperan en Recursos Humanos”, fue la última frase que aquel individuo de lentes de marco grueso le dijo.
Esa fue la elegía fúnebre de su carrera laboral de trece años en esa empresa.
Acto seguido, el hombre de las gafas levantó el teléfono y marcó su número favorito, para que le enviaran dos combos número uno agrandados y dos malteadas de chocolate.
Usted tendrá sus deducciones de esta historia verdadera. Al menos, le puntualizaré las mías:
- Por más que le digan, ningún trabajo es su casa; ni los que allí laboran son su familia. Nada más equivocado que esa noción ilusoria. Si en algo se parecen, claro que sí, es a una galera romana: todos allí son galeotes y deben hacerle caso a la figura del cómitre (no digo comité, sino cómitre. Si tiene duda, googlee este término, por favor).
- Solamente sus hijos y su cónyuge (o sustituto funcional) se acordarán de las horas tardías que usted se quedó trabajando en la oficina… corriendo tras el viento.
- No se ilusione con lo que es ajeno. Es mejor ser cabeza de ratón que cola de león. ¡Cuánta razón tenían los abuelos!
- El ser humano es un animal de costumbres. Acostumbra a hacer lo que le protege temporalmente. Hacer teatro es bueno, pero solo si usted tiene un competente plan B.
- Vivir es, de por sí, un oficio peligroso. No lo haga más riesgoso asumiendo posturas innecesarias.
- El hámster da vueltas en la rueda, pero sabe que no va a ningún lado porque la puerta de la jaula está siempre cerrada. Algunos somos irracionales y no vemos la puerta cerrada. Abramos bien los ojos ante esas jaulas invisibles.
- Mantenga cerca su caja de lustrar. (¿Qué es eso?) Había un multimillonario centroamericano que tenía una caja de lustrar justo al lado de la entrada de su despacho. Cuando le preguntaban para qué tenía eso allí, él respondía: “Cuando niño, aprendí el digno oficio de lustrar y empecé a ganarme la vida como lustrador, sin depender de nadie. Siempre la tengo a mano porque la vida es impredecible. No vaya a ser que un día me toque volver a ganarme la vida a como aprendí”.
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*Esta bitácora se publicó originalmente en Cambio Cultural
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