jueves, 16 de enero de 2025

Trocha al crepúsculo

Cambio Cultural

Al regresar de País Sur, me prometí que cuando empezara a trabajar, lo primero que haría sería ahorrar para comprar un terreno y empezar a construir mi casa. Había conseguido un empleo en una compañía estable, por lo que tracé mi estrategia financiera para hacerme de ese ansiado pedazo de tierra, al que, con suerte, un día le llamaría mi hogar.

En ese entonces vivía yo en el sector del kilómetro nueve, no lejos del Hotel Lucomo, que como saben, desapareció hace varios años. Corría el invierno de 1994. La zona era el extrarradio de la ciudad, un ambiente mucho más rural que urbano. Recuerdo que el modesto lugar donde alquilaba era una de esas viviendas que ahora, con la transculturización, algunos les denominan town-houses. Al pequeño reparto cerrado le llamaban “Los Chalés”, por sus pequeñas viviendas de dos plantas y remate del techo en V, que, al parecer, el arquitecto local se inspiró —no sin varios equívocos— en un chalé estilo suizo, resultando en un concepto híbrido, y con muy poca ventilación.

Evoco que la carretera principal hacia Sierpe Colorada quedaba a ochocientos metros exactos de la entrada al bloque de seis casas, todas idénticas, con la misma arquitectura y acabados, que el arrendador común y propietario, se había construido allí.

En ese entonces yo estaba en el proyecto de bajar de peso, para lo cual, desde que entré a laborar a aquella compañía, me discipliné para hacer trote diario. Esto lo practicaba por las mañanas; saliendo a completar el circuito que discurría, desde mi lugar, pasando hasta más al sur del hotel Lucomo; un trayecto que, en redondo, completaba los cinco kilómetros.

Cuando por alguna razón no trotaba en las mañanas, era seguro que la rutina la completaría por la tarde, a partir de las 5.30 p.m. Ese día, recuerdo que salí temprano del trabajo y arribé a la casa; me cambié a vestimenta deportiva y salí a hacer la sesión correspondiente. El sendero empezaba en pavimento, y se prolongaba con un descenso suave; luego hacía una izquierda y entraba en un camino pintoresco, el cual transitaba por entre unos hermosos guanacastes a cada lado; había también espaveles en ciertos puntos, y evoco unos frondosos genízaros, así como uno que otro jiñocuabo, cuyos troncos lucían, tal cual como otros le denominan a ese árbol: “indio desnudo”.

Antes de llegar al final de esa ruta, esta iba estrechándose en una trocha angosta y remataba, como un tope, en un enorme peñón. Allí había una bifurcación, en donde, a cada lado, se ingresaba a dos espléndidas casas-haciendas. El acceso a ellas era restringido, por lo que había que girar allí, y emprender la vuelta.

A unos quinientos metros antes de terminar el recorrido, se encontraba una pasada estrecha. La trocha transcurría por el medio de dos paredones escarpados, los cuales se prolongaban a lo largo de unos cincuenta metros. Siempre que transitaba por allí, me llamaba la atención el corte a cañón que tenía esa especie de colina de basalto partida en dos.

Ese día de invierno, antes de llegar al punto de las paredes escarpadas, memoro que vi mi reloj: marcaban las 5.45 p.m. La claridad de la tarde iba ya en fuga. Marchaba a un buen trote y me aproximaba a esa pasada, en donde, por efecto de las paredes escarpadas, la luz era más tenue. Vi entonces, en el medio de ese punto del camino, a una silueta. Esta se movía de izquierda a derecha. Al conocer ya las características del camino, juzgué inevitable el encuentro, por lo cual, me preparé para saludar.

Noté la fisonomía de la figura. Era un masculino joven, de no más de treinta años; vestía traje de fatiga, de camuflaje, de esos que se usan en los ejércitos. Vi los ruedos de su pantalón; estos remataban apretados en los calces de sus botas militares. Lucía muy delgado, y me pareció, como seña particular, que en su cuello tenía algo puesto. Su cabello era estilo militar, corto como el de un recluta; hirsuto en sus brotes. Se movía con cierta lentitud, como si, a su vez, él me esperara, manteniéndome fija la mirada; esta era remota, con ojos pequeños y vidriosos. Tenía ojeras prominentes.

Al faltarme poco trecho para llegar al punto de encuentro, bajé el ritmo, actué con naturalidad, listo ya para saludarle. Fue entonces que —creí o recordé— que algo a un lado del camino, de súbito, me llamó la atención. Por unos segundos, aparté mi vista de la figura a la que iba yo acercándome.

Una vez que recompuse mi punto de visión, noté con extrañeza que el individuo había desaparecido. Al llegar al espacio que él recién había ocupado, me detuve por completo. Me pregunté cómo pudo haberse desvanecido. Observé las paredes cortadas de manera abrupta; no había forma que alguien las pudiera escalar así por así y en cuestión de segundos; acaso solo con una milagrosa excepción de ser una cabra montesa, algo impensable en ese tiempo y lugar.

No sin asombro, al cabo de unos treinta segundos de observación, retomé la marcha. Durante el regreso, pensé que a lo mejor yo podía enfrentar una situación de seguridad personal; es decir, que el hombre, a lo mejor me estuviera esperando, y tal vez para asaltarme. Juzgué esto improbable, ya que no cargaba nada de valor o de utilidad; tal vez, solo mis zapatillas deportivas.

No le miré al regreso.

En los días siguientes, durante eventuales recorridos vespertinos, le avisté otras veces más. Siempre en la misma forma y expresión corporal. Lo divisaba a la distancia en el mismo punto; imperturbable. Él me veía con una mirada lánguida y distante. En su semblante tenía marcada una expresión triste, y a la vez, como ausente, o acaso, vacía. 

De manera invariable, él salía de la izquierda; volvía la mirada hacia mí, expresando con su semblante un sentimiento de soledad y de abandono; luego, parecía introducirse en el lado derecho de la pared de roca sólida de la colina partida en dos. Su talante y aspecto era como el un soldado que, ya derrotado, regresaba a casa; alguien quien ya fue vencido en batalla.

Me dije que la próxima vez que lo divisara, tomaría la iniciativa y le hablaría, para que él no tuviera oportunidad de escabullirse. Con los días, aunque yo quería esclarecer la situación, evitaba, de alguna manera, hacer el trote vespertino. Optaba por el recorrido matutino.

Aquella vez, recuerdo que era viernes. Al salir temprano del trabajo, me vine a hacer mi sesión de trote. Tenía ya más de quince días de jornadas solo por la mañana. Al llegar al punto, no le vi. Juzgué que todo había sido algo fortuito o casual. “Es alguien…”, ¡claro está!, me decía yo, queriendo deducir con una lógica que me resultaba más bien patética, “quien cuida allí algún punto del camino, o muy probable que sea un vigilante de cierta propiedad intermedia, la cual no es visible desde fuera”.

Me dije que sería la última vez que yo pensaría en esos encuentros; esto, para no distraer la mente con pensamientos ociosos. Esa tarde, al retornar por el sendero, iba motivado por mi creciente rendimiento, al haberle reducido algunos segundos al tiempo de recorrido. Iba llegando ya a la vuelta que precedía al trecho de paredes escarpadas. 

Fue entonces cuando le vi.

—“¡Hey, amigo!”, le grité antes de darle la oportunidad de que se escabullera. “¡¿Usted vive por aquí?!”, repetí para asegurarme que estaba viéndome y que le estaba hablando a él. “¡Es que quiero hacerle una pregunta!”

Un silencio absoluto.

Yo sentía que, más que ir al trote, mis piernas volaban al fatigar los ya pocos metros que me separaban del hombre que cruzaba la trocha. Me le acerqué. Mi mirada se encontró con la de él; era un duelo de quien primero bajara la vista, aceptando o tolerando la mirada dominante del otro.

Reduje las zancadas para no hacer contacto físico y tropezarme con él. En la penumbra, le observé a pocos pasos de distancia. Volteó hacia mí su cabeza, como cuando alguien atiende un llamado, pero sin perder la dirección que lleva su cuerpo. Alrededor de su cuello, vi que tenía una especie de bufanda de tela blanca, con profusas manchas de sangre oscura, acaso brotándole en el acto, como si allí tuviera una herida. Sin dejar de mirarme, puso su mano izquierda sobre ese trozo de tela, como quien quiere bloquear una hemorragia, o bien, calmar un dolor.

En el último segundo, al yo quererle hablar así, frente a frente, él siguió caminando, sin quitarme la mirada, hasta difuminarse como un espectro vaporoso, o como una sombra en fuga, dentro de la pared de piedra que se levantaba en vertical a ambos lados de ese paso, ya dominado por la oscuridad de la tarde moribunda.

Experimenté estupor y asombro; pero en mucho mayor grado, percibí un miedo desconocido e inédito: el acaso de estar yo perdiendo la razón. Supuse que me había esforzado en exceso con los ejercicios físicos, y que estos, me estaban provocando visiones o espejismos.

Dormí con una inquietud rebelde, a la que no pude dominar. Opté por tratar de no pensar más en ello, sino que, en concentrarme en la reunión de mañana con Graham, el explorador de terrenos, quien me había llamado ayer para decirme que me mostraría dos propiedades que estaban en venta, en la misma zona de Lucomo.

Graham me llamó temprano. Confirmó que me esperaría el sábado en su casa, a las 3.00 p.m.; que lo pasara recogiendo en mi vehículo para visitar los dos sitios.

La visita iba muy provechosa. Una de las propiedades vistas era, para mí, acaso la ideal.

Ya de regreso, pasamos por el punto donde, al trotar, yo doblaba para ingresar a la trocha.

—Aquí salgo a hacer ejercicio de vez en cuando —le dije a Graham con ese orgullo absurdo que uno asume cuando piensa que, por hacer ejercicio físico, se tiene cierta superioridad moral con los que no lo hacen—. Voy hasta el fondo y luego doy la vuelta. 

Un silencio incómodo en la cabina del vehículo.

—Tenga cuidado y no lo vayan a asustar —Graham me dijo sin hacer contacto visual—. Allí de tarde, sale un aparecido.

Sentí como que el espacio-tiempo se había detenido. Supuse, como si fuera un mal sueño, que este diálogo no estaba ocurriendo. Poco después, más que miedo, sentí una curiosidad rara.

—¿Cómo es eso de que a uno lo asusten allí? ¿Habla usted de un muerto, Graham, o algo así?

—Ciertamente. En el medio del camino aparece el espectro de un muchacho, al que lo mataron allí mismo, durante la guerra del 79; a mediados de Julio de ese año. Era un soldado de las fuerzas especiales de la escuela de infantería de Nacho El Joven. Estaban de patrulla. Los emboscaron y a él lo hirieron de bala en el cuello. Murió desangrado justo en el paso que se conoce como Los Paredones. Allí también está enterrado. Hace ya muchos años, vinieron unos familiares a querer localizar el sitio y exhumarlo, pero nunca lo encontraron. Varios lo han visto al atardecer.

No dije nada.

—¿Qué le pasó? —me dijo Graham—. Lo veo pálido.


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Escritos en Nicaragua

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buenas Tardes, estimado me agrada su escrito pero creo sin animo de perderme es que existe otra temporada o algo asi porque me dejo es ascuas o confundido al final no supe si usted corroboro ese relato o realmente solo quedo la leyenda, lo felicito por el escrito amigo